Vie 17.01.2003

ESPECTáCULOS  › “EL CAMINO A LA MECA”, DIRIGIDA POR SANTIAGO DORIA

Apuntes sobre el apartheid

China Zorrilla se luce especialmente en esta puesta de una obra del autor sudafricano Athos Fugard, que gira sobre dos mujeres perdidas en un pueblito, en plena era del racismo institucional.

› Por Hilda Cabrera

¿Cómo no coincidir con las proclamas del autor Athos Fugard, nacido en Sudáfrica e hijo de un irlandés y una africana, en contra de la feroz discriminación practicada por la minoría blanca sobre la población negra en los años de recrudecimiento del apartheid, o de acompañar el deseo declarado de las protagonistas de esta historia sobre la necesidad de tener alguien en quien confiar? Es posible incluso que los espectadores de esta pieza –que Fugard estrenó en Londres en 1985, y que además interpretó, asumiendo el papel del pastor Marius– adhieran a la idea de entender la vida como peregrinaje, que aquí es simbólicamente La Meca, ciudad santa del islamismo que, por añadidura, designa a un bálsamo. Una adhesión que no implica necesariamente creer en la magia sino en el poder de la voluntad.
El mundo es, finalmente, lo que se tiene y aquello sobre lo que se puede obrar: quien lo dice más claramente es Elsie, una maestra que visita a una escultora de nombre Helen (personaje inspirado en otro real), en un apartado pueblo sudafricano. Catalogada de vieja loca, ante todo por la pasión que pone en esculpir figuras de cemento y arena en su jardín, la mujer ha enviado una carta a la única persona en quien confía, Elsie, la maestra deslumbrada, desde un ya lejano primer encuentro, por esa señora que, con su comportamiento, desafió a la comunidad conservadora de un pequeño pueblo africano. La respuesta a esa carta es la presencia de Elsie en la casa de Helen, en quien tanto el afecto como las reprimendas de su amiga obrarán milagros.
No quedan dudas de que la anciana se halla confundida (y no confusa, como se dice en alguna secuencia). Se la ve perpleja y abunda en contradicciones, pero éstas no son aprovechadas por el autor (al menos en esta puesta de Santiago Doria) para instalar discusión alguna. Lo conflictivo, cuando asoma, es relegado a un segundo plano. Lo que prevalece es el retrato de un desamparo. De ahí quizá la identificación de una parte del público (el que asistió a la función de estreno) con el personaje de la dama a la que el pastor del pueblo pretende internar en un geriátrico, supuestamente para que la casa pase a manos de la comunidad religiosa (“¡Qué sinvergüenza!”, se dijo, entre otras cosas, en la platea). Escena que, por otra parte, le pone color doméstico al mensaje, que es, en definitiva, la defensa del libre albedrío.
La mujer no quiere abandonar lo que es suyo, pero no sabe cómo resistir: cree estar quedándose ciega y toma conciencia de que sus manos sufren ya el estrago de una artritis. Claro que ahí está Elsie, la amiga de esa escultora que le pone luz a sus figuras mezclando cemento con vidrio molido. Pero la fantasía es fugitiva, y Helen teme perderla para siempre. Las figuras que habitan su jardín, sean búhos o reyes magos, son su compromiso con la vida. A la maestra se la ve también desorientada, a pesar de sus proclamas de corte libertario. Ella es quien asumirá su derrota tras el relato de un encuentro casual con una mujer negra y supequeño hijo en el desértico camino que debió transitar hasta llegar a la casa. No sabe bien por qué la dejó en un desvío, abandonada a su suerte. Por otro lado, dice aborrecer a los afrikaners (designación que se aplicó en el Africa austral a los nacidos de padres holandeses, y de modo general a todos los blancos allí instalados).
En su composición del personaje de la escultora, China Zorrilla mezcla armónicamente lo cómico con lo ingenuo. Su Helen posee una inocencia traviesa: ha logrado, acaso sin tomar real conciencia, eludir los condicionamientos del entorno y conformar su identidad. Dejó de ser la sumisa mujer de un pastor protestante para convertirse en modeladora de sus fantasías. La gracia escénica de Zorrilla salva a esta pieza de la solemnidad que se desprende de algunos párrafos, y no sólo de los pronunciados por Elsie, a los que el autor imprime, se supone que deliberadamente, una combatividad de salón. También en los de la escultora y el pastor Marius aflora esa solemnidad cuando se ponen serios. La obra gira en torno de varios temas, pero sin prestarse al debate. Por el contrario, tiende a contemporizar. Hasta la ambientación colabora: demasiado prolija para el desaliño que se le endilga a la dueña de casa. El encuentro es crucial, pero a prueba de estallidos. De ahí que el esperado contrapunto entre la angustiada Helen y el pastor Marius se convierta por momentos en merodeo doméstico sobre un asunto inmobiliario, y el largo monólogo de la escultora, más que en una defensa, derive en un discurso sobre el encantamiento.

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