Jue 06.02.2003

ESPECTáCULOS

Los silencios de Jack Nicholson

El film que retrata el salvaje nacimiento de la ciudad parece víctima de su propio ímpetu, pero también de las peleas entre el director y el poderoso productor Harvey Weinstein. “Las confesiones del Sr. Schmidt” es un agrio retrato de un hombre jubilado.

› Por Martín Pérez

Una oficina ordenada, un escritorio vacío, un impermeable colgando del lado de adentro de una puerta cerrada y un hombre sentado a la mesa mirando un reloj que está a punto de dar las cinco de la tarde. Así es como termina la vida laboral del señor Schmidt. Y así es como comienza Las confesiones del Sr. Schmidt, el film que hizo de Jack Nicholson un número puesto para que –por duodécima vez– los miembros de la academia de Hollywood lo pongan en carrera hacia un Oscar cuando la semana próxima anuncien las nominaciones.
A las órdenes del ascendente Alexander Payne (director de la celebrada Election, que en el mercado local se estrenó directamente en video), Nicholson es Warren Schmidt, vicepresidente adjunto de una firma de seguros de Omaha hasta que le llega la hora de jubilarse. Una decisión que asume casi sin darse realmente cuenta de lo que sucede. Sin decir una sola palabra, Schmidt deja su oficina ordenada y se retira a su casa, y luego se lo puede ver recibiendo en silencio los clásicos honores –y rezongos– de la cena de despedida al lado de su esposa. De hecho, lo primero que dice en cámara es un murmurado “Ya vuelvo”, que le sirve de coartada para escaparse del ritual de la cena colectiva e irse a pedir un trago solitario –pero no menos ritual– en la barra.
Como lo confiesa en algún momento del film, Schmidt alguna vez soñó con hacer lo que él llama “la diferencia”. Dejar una marca en la vida. Crear una empresa, ser millonario, llegar a la tapa de la revista Fortune. Hacer historia, digamos. Una historia no tan en mayúscula como los pioneros de la Norteamérica profunda en la que vive, pero historia al fin. Pero ahora que su vida está mucho más cerca del fin que del principio –algo que Schmidt, como experto en seguros de vida que supo ser, tiene bien en claro–, aquellos deseos quedaron apenas en eso, en deseos. No sólo no ha hecho historia, sino que rápidamente descubre que todos los papeles de su trabajo que embaló con tanto cuidado para su engreído sucesor universitario terminaron en la basura al día siguiente de haberse jubilado.
Es por eso que, a los 66 años, Schmidt sólo tiene en la vida una esposa y una hija. Y casi inmediatamente sólo una hija, que para colmo se va a casar con un hombre que él no considera que sea el adecuado. Irónico estudio de carácter sobre una vida vacía, Las confesiones del Sr. Schmidt es un film apoyado en un actor siempre a punto de estallar, como Jack Nicholson. Pero que aquí nunca estalla. Simplemente observa, y piensa. O escribe, en un brillante recurso que permite asomarse detrás del silencio del ingenuo Schmidt, que –perdido por perdido– emprenderá un solitario viaje en busca de encontrarse a sí mismo en la que tal vez sea la última esquina de su vida. Sin esperar demasiado de lo que encuentre, claro está.Con un caudal de pequeños gestos cómplices y mohines de sorpresa, Nicholson en el papel de Schmidt recuerda inevitablemente a Tato Bores, pero sin el frac y sorprendiéndose principalmente de sí mismo antes que de los que desfilan por su mundo, como le sucedía al inolvidable Tato.
Como si fuese la prolongación fílmica de aquel retrato inmóvil de oficinista a punto de terminar su último día de trabajo con el que arranca su historia, Las confesiones... funciona apenas como una minuciosa contemplación de un personaje condenado. Patético, incluso. Pero no mucho más que todo su entorno. Lejos de estallar, el film de Payne implosiona una y otra vez. En cada escena al borde del ridículo, en cada amague de epifanía no concretada, y evitada con la mayor autoconciencia. Una elección en la que radica tanto la mayor virtud como la mayor carencia de un film cómplice pero nunca tanto, y cuya efectividad descansa tal vez demasiado en la figura de Jack Nicholson, que invita a una sorda carcajada en cada descubrimiento que Schmidt hace de sí mismo. Y convoca al silencio en cada movimiento más o menos consciente hacia la resignación y la derrota.

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