Jue 27.02.2003

ESPECTáCULOS  › “COMO MATE A MI PADRE”, DE ANNE FONTAINE, CON MICHEL BOUQUET

Lazos de sangre que se pagan de por vida

Más allá de su aparente sobriedad, el primer film de Fontaine que se conoce en la Argentina viene a poner en cuestión los vínculos más atávicos. Por su parte, “Miel para Oshún”, del cubano Humberto Solás, ofrece una mirada crítica sobre la isla.

› Por Luciano Monteagudo

“Soy gerontólogo”, se presenta Jean–Luc, un próspero médico especialista de la conservadora ciudad de Versalles, en las afueras de París. “Es una palabra ingrata, pero Europa envejece”, reconoce con una sonrisa no exenta de cinismo. Jean–Luc, que se ha hecho rico y poderoso en ese círculo exclusivo, donde maneja una clínica propia, sabe que a los beneficios de su trabajo sólo puede acceder apenas una elite de la sociedad. Pero según su razonamiento, “por qué no atender a los ricos... también son seres humanos”. El, sin embargo, parece haber dejado de serlo. A los 40 años, se ha alejado de todos los sentimientos. Convirtió a su hermano menor, que tenía problemas de trabajo, en su chofer y mandadero. Y su esposa es apenas un objeto decorativo, que le abre las puertas a sus invitados cuando vienen a adularlo a su propia casa. Nada parece conmover a Jean-Luc, salvo la súbita aparición de su padre, que es literalmente un aparecido, una sombra del pasado, un fantasma.
La película de la directora francesa Anne Fontaine (la quinta de su filmografía, pero la primera que se conoce en la Argentina) trabaja a partir de un título de inspiración freudiana, pero elige sabiamente evitar el psicologismo y los estereotipos de diván. Cómo maté a mi padre tiene la virtud de ser un film siempre ambiguo, complejo, inasible, que va creciendo en intensidad con el tiempo, como un buen vino de cava. Ese padre puede ser un padre real o una mera proyección de Jean–Luc, perturbado por la noticia de su muerte, pero poco importa a los intereses del film, que tiene siempre un tono levemente fantástico, con esa ciudad desierta, tan vieja y distinguida como los pacientes que acuden a los costosos tratamientos de gerontología.
Lo que importa verdaderamente de esa irrupción del padre (interpretado de manera tan sobria como soberbia por Michel Bouquet, a quien los cinéfilos asociarán con la obra de Claude Chabrol) es que se trata de una instancia crítica, perturbadora, subversiva incluso. Ese padre ausente, que abandonó a sus hijos de pequeños para irse misteriosamente al Africa, de donde nunca más volvió, no da razones valederas para ese acto extremo. Es más, no parece arrepentido. Más bien, todo lo contrario. Dice que fue una forma de sobrevivir y que allí, a su manera, fue feliz, ejerciendo de médico en un dispensario de campaña, en las antípodas de lo que hoy hace Jean–Luc (Charles Berling). Comprende la furia contenida y el resentimiento que pueden haber anidado en el corazón de sus hijos, pero no viene a pedir plata, ni disculpas, ni una redención final. Vuelve, simplemente, y con ello crea un cisma en la vida de Jean–Luc, tan prolija y ordenada –incluso en sus burguesas infidelidades conyugales- como su gélido despacho.
“¿Qué querés, después de 20 años y tres postales?”, le recrimina desde su lugar de poder Jean–Luc, siempre dispuesto a solucionar todo con su chequera. Y su padre no quiere nada, ni siquiera afecto. “No estoy obligado a quererte”, dice sin emoción ese hombre viejo, en una frase brutal, que viene a contradecir los vínculos más atávicos. En un guión preciso, pleno de recovecos y simetrías (escrito por la directora en colaboración con Jacques Fieschi, un ex redactor de los Cahiers du Cinéma)esas palabras hirientes se entroncan con las de un paciente de Jean–Luc, que al comienzo del film habla de su hijo y reconoce que lo siente “como un extraño... como una amenaza”.
Si hay algo que la película de Anne Fontaine pone siempre en cuestión —y por eso es incómoda y parece ir siempre a contramano– son los vínculos familiares, los lazos de sangre, los lugares comunes de los afectos, aquello que se da naturalmente por sentado. Ese padre viene de una zona oscura del pasado, de ese continente mítico e indescifrable que es Africa, y allí, en el corazón de Europa, donde todo parece claro y luminoso, empieza a echar conos de sombra, a sembrar dudas, a alterar discretamente el hipócrita equilibrio familiar de Jean–Luc.
La puesta en escena de Fontaine es tan fría y austera como sus personajes. No busca el exhibicionismo ni la sorpresa. El suyo es sin duda un cine de prosa, pero de una prosa sólida, elegante, que nunca necesita llamar la atención con una pirueta de la cámara, un tour de force de los actores o un montaje vertiginoso. Hay algo opaco incluso en su film, pero es consustancial con su material: tiene que ver con la opacidad de esos personajes que parecen vivir detrás de un vidrio oscuro.

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