Sáb 17.05.2003

ESPECTáCULOS  › PARA IR CON LOS CHICOS

Sobre el amor filial, los payasos y el aprendizaje

Claudio Martínez Bel y Enrique Federman consiguen en “Cosas de payasos” seducir a una platea infantil que celebra los gags, pero también se involucra en los conflictos padre/hijo.

› Por Silvina Friera

Despojado, casi vacío, el escenario del teatro Sarmiento presenta a dos payasos itinerantes, Papón y Tonino, que exhiben sus rutinas con desparpajo, humor y ternura en Cosas de payasos, primera obra infantil de Claudio Martínez Bel. El autor es además intérprete de Papón, un padre obstinadísimo en transmitir su oficio, en entrenar y educar a su hijo en los secretos familiares. El orgullo de ese legado, que data desde el tatarabuelo, convierte a este hombre en un ser empecinado, un guardián de la tradición, que no siempre comprende cuándo un juego escénico resulta perimido. El hijo, Tonino, es un niño simpático que observa con admiración y curiosidad cómo trabaja el padre, fascinado como si fuera un espectador más, todavía sin las chalupas y la nariz.
Reírse, emocionarse y reflexionar no son sentimientos incompatibles, y los actores dan pruebas acabadas de esta cuestión. Enrique Federman, sin necesidad de falsear la voz como la de un chico, alcanza el tono preciso de su actuación a través de un manejo gestual que sintetiza las etapas por las que está atravesando su personaje y los conflictos que debe resolver. Porque en esta historia, la aventura de la vida está narrada desde la mirada del adulto que envejece y la del niño que crece. En la confrontación de esos mundos en constante tensión, la pieza gana en sutileza –porque insinúa más de lo que dice– y multiplica la capacidad lúdica del público.
Papón, sobre una banqueta, juega con el bastón, se pone una valija sobre la cabeza, amaga que pierde el equilibrio y cuando busca la llave para abrirla, se le cae. El payaso les hace creer a todos que está en problemas –en esa trampa reside uno de sus encantos–, aunque siempre encuentra un atajo o una ocurrencia descabellada para salir indemne. Al finalizar el sketch, en el camarín, el hijo le pregunta angustiado si podrá ser un payaso como él. La pieza se despliega como en dos planos superpuestos: lo que los payasos actúan (basado en las técnicas del clown y las acciones corporales y gestuales, algo así como teatro dentro del teatro) y lo que sucede en el backstage o camarines, que se sustenta principalmente en la palabra.
Los momentos más desopilantes son aquellos en los que el niño, que recibe el bautismo de las chalupas y la nariz, intenta imitar al padre porque anhela ser un auténtico payaso. Sin embargo, le cuesta aprender, está cohibido y comete una serie de torpezas que a pesar de que irritan al padre, aún encuentran en este adulto una postura de indulgencia y solapada tolerancia. Pero este maestro cascarrabias que, seguramente, se olvidó que él también tuvo una educación severa que le inhibía la imaginación, se impacienta, no comprende que los tiempos del aprendizaje de su hijo son más lentos de lo que pretende y, a medida que transcurren las escenas, el padre se torna más exigente, pero también más vulnerable.
La relación maestro-discípulo se resquebraja cuando el niño se apropia del saber (porque deja de emular los gestos y movimientos de su padre), cuando se atreve a modificar una rutina, a sugerir un cambio o agregar un nuevo sketch. No es que el discípulo supere al padre –aunque la obra se abre a esta interpretación– sino que la rebelión del hijo pone al desnudoa un padre conservador, que funciona como depositario del saber del “ser payaso” y desdeña las sugerencias del ahora adolescente. Cuando el hijo, harto de un juego que ya no lo divierte, se saca la nariz, Papón se exaspera, siente que pierde el control, que el joven se le escapa de las manos y dice: “Es una blasfemia, es la primera vez en la historia que un payaso se saca la nariz”. Allí, la identificación de los chicos de la platea con el hijo resulta asombrosa: sin que la puesta lo busque o provoque, muchos le gritan a Papón que no se enoje, que escuche al niño.
El mayor logro de la dirección de Eduardo Gondell reside en una concepción estética integradora: los vínculos familiares y la enseñanza del oficio forman parte de una totalidad, una dinámica escénica que nunca pierde intensidad y transita por matices que van de la carcajada desenfrenada a la emoción casi imperceptible. Además subyacen, especialmente en Federman, guiños hacia referentes de la talla de Buster Keaton, Chaplin, Pepe Marrone y Pepe Biondi, en los modos de encarar determinados juegos, chistes y gags. En el final, ni el padre ni el hijo son los mismos: las peripecias escénicas, los aciertos y errores, la experiencia acumulada modifica y reubica a los personajes. Tonino ya no es igual a su padre. Es un joven que maduró y sabe lo que quiere: ser un payaso diferente, sin renegar del amor y las enseñanzas paternas.

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