Dom 15.06.2003

ESPECTáCULOS  › CON PUESTA DE ARIAS, VUELVE LA OPERA “BOMARZO” AL TEATRO COLON

Un sueño de gran belleza plástica

La obra maldita de Ginastera sube a escena en una régie que revela su teatralidad, con muy buen elenco, encabezado por un excepcional Carlos Bengolea y excelente dirección musical de Stefan Lano.

› Por Diego Fischerman

La música y el teatro comparten una cualidad: se completan con la interpretación. Pero si en la primera es demasiado fuerte la convención acerca de la interpretación estilista, en el segundo, el responsable de una puesta en escena es el autor del espectáculo –de hecho, en el cine y en el teatro de autor, ese autor no es el guionista o el escritor del libro original sino el director–. Están quienes se incluyen en la obra, los que entienden esa mediación de la manera más neutra posible. Y los que incorporan el mundo de la obra a su propio mundo, los que componen una estructura más vasta en donde la composición original es una pieza de un nuevo diseño. Alfredo Arias pertenece a esta categoría y en su deslumbrante trabajo sobre el Bomarzo de Ginastera y Mujica Lainez lo hace hasta tal punto que la obra resulta inseparable de su versión.
La segunda ópera de Alberto Ginastera, retirada de la programación del Colón antes de su estreno, en 1967, por orden del dictador Juan Carlos Onganía, tiene una especie de leyenda maldita. Se la imaginó casi pornográfica cuando, en realidad, sus osadías lo eran en relación con uno de los ambientes más conservadores y tradicionalistas de la sociedad, el de los teatros de ópera y su público. Lo que en el cine y el teatro (y hasta la televisión y la publicidad) lleva ya varias décadas de existencia –empezando por las escenas de sexo explícito–, en un teatro de ópera es nuevo, iconoclasta y hasta potencialmente escandaloso. La obra, originalmente, trata de un noble italiano del Renacimiento, jorobado y torturado a causa de su falla. Despreciado y vejado por su padre y hermanos, el duque dejará morir (o matará mediante sortilegios) a uno y otros, será impotente con su mujer y con una prostituta (la imagen de su joroba, multiplicada por los espejos, le impide la consumación) y se excitará con su esclavo negro. Los monstruos de piedra que hará edificar en su jardín serán, finalmente, su encarnación inmortal. El argumento, o, mejor, el texto barroco, recargado y esteticista de Mujica Lainez, sumado a una música que combina algunas de las obsesiones de Ginastera (la tradición clásica, las referencias al folklore) con un afán de modernidad que se traduce en secciones aleatorias, racimos de notas y nubes de sonidos, terminan hablando, más que del Renacimiento italiano, del arte oficial de los años sesenta en la Argentina. Que la memez de un oficial del Ejército argentino haya convertido esa oficialidad en opositora forma parte, también, del folklore nacional. Y lo que Arias hace con todo eso, sin caer en ninguna alusión directa ni, mucho menos, en un referencialidad ingenua, es construir una obra de teatro genial, donde la ópera original funciona como banda de sonido alucinada de una especie de gran sinfonía plástica donde aparecen desenmascaradas las virtudes poéticas del texto y en que cada imagen (como las imágenes de un sueño) es la parte de un todo inabarcable, abierto, enigmático y sombrío.
El espacio de esa ensoñación –justificada por el texto, que se estructura como un largo flashback– es una galería de arte. Alude, desde ya, al Di Tella, el lugar de la modernidad en los sesenta (el enemigo de Onganía, podría decirse) y el territorio en el que Ginastera dirigía el Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales y donde Roberto Platé –brillante escenógrafo de esta puesta– y Arias fundan sus genealogías. Pero esa alusión es apenas un detalle más. De lo que se trata es de un paisaje de representaciones (al fin y al cabo las estatuas de los jardines de Bomarzo también lo son) que incluye cuadros –los espejos, dispuestos como en una exposición y preñados de personajes– y que, a la vez, funciona como un cuadro, poblado por los ecos del primer De Chirico o de Paul Delvaux. La iluminación de Joël Hourbeigt, con momentos de extraordinaria belleza y una particular sensibilidad para diseñar distintos planos de significado, resulta fundamental en la concepción de Arias y Platé, una idea en la que confluyen, de manera mágica, el trabajo de todo el equipo creativo, el compromiso de cada uno de los integrantes del elenco y la dirección musical de Stefan Lano.
El conductor construye, junto a la Orquesta y el Coro estables del Colón, una trama de la que emerge una profunda teatralidad, producto, además, de un verdadero trabajo de estudio y edición de la partitura, que modifica algunos aspectos de la orquestación (sobre todo en cuanto a las superposiciones en un mismo registro de voces e instrumentos) para clarificar los planos y las texturas. El efecto es revelador y de ese proceso objetivista y analítico surgen con naturalidad aspectos expresivos y hasta un penetrante lirismo (como en el aire de vidala que atraviesa algunos pasajes del coro). Carlos Bengolea, impecable en lo musical, confiere a su personaje una tridimensionalidad conmovedora y, también, un gesto indiscutiblemente argentino, en que la entonación del tango impregna esa suerte de recitativo à la Monteverdi edificado por Ginastera para describir el tránsito de ese personaje desolado por su dolor. Virginia Correa Dupuy, Marcelo Lombardero y Alejandra Malvino encabezan un elenco homogéneo y capaz de responder no sólo a la música sino también a las necesidades de la puesta. La única ficha tambaleante es la de la soprano norteamericana Carole Farley, quien a su inocultable dicción extranjera (¿era inevitable?) une una labor escénica pobre. La escena de la niñez del duque, la niña de guardapolvo blanco y escarapela que en esta versión encarna la figura del pastor (maravillosa Carla Franzé) abriendo y cerrando la obra con su canción medieval, el extraordinario recato y la ternura del dúo del duque y su sirviente y la manera en que dos personajes desnudos (un hombre y una mujer) puntúan la escena desde los márgenes –y de paso se hacen cargo de la tradición maldita y supuestamente pornográfica de la obra y la reescriben– quedarán en la memoria, en todo caso, como algunos de los momentos más logrados del teatro musical reciente.

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