ESPECTáCULOS
› OPINION
Los que saben de ópera
› Por Diego Fischerman
El abucheo, como casi todo lo que sucede en un teatro de ópera, es una representación anticuada. Ese ridículo “buuu”, equivalente en el habla cotidiana italiana al “puajjj” local, como expresión sonora de rechazo, se mantiene intacto desde hace siglos. De la misma manera en que algunos de los concurrentes a funciones de ópera gritan bravissimo, pronunciando con esmero la doble “s”, en ese italianismo hay un afán de marcar pertenencias y, obviamente, exclusiones. En el “buuu”, quien se expresa no es aquel a quien no le ha gustado algo sino la mismísima tradición (custodiada por el abucheante, desde luego). Y, posiblemente, el destinatario de la demostración no sea tanto el artista a quien supuestamente se abuchea como el resto del público. Más que la prueba de la reprobación, el abucheo es la prueba del saber. Un saber autoritario, negador de cualquier mirada distinta de la propia y, sobre todo, profundamente despectivo de los que “no saben”. De esos pobres ilusos que la pasaron bien e, inconscientes, aplauden.
No se trata de que los reaccionarios no tengan derecho a tener sus gustos. Cualquiera puede, si lo desea, emocionarse hasta las lágrimas con el recuerdo de columnas doradas, pompones de terciopelo rojo, grandes navíos de enhiestos mástiles e inflamadas velas y gigantescas escalinatas de mármol falso. Cualquiera puede suponer que su idea acerca de cómo debería ser puesta en escena una obra es la mejor. Lo que no debería suceder es que, sin que nadie se los haya pedido, se erijan en árbitros del gusto. Al fin y al cabo, el abucheo es la estentórea descalificación con la que una parte del público se dirige al resto de los asistentes.
Existe todo un ritual destinado a diferenciar a “los que saben de ópera” del resto: si se aplaude o no en determinado momento, si se ríe en la escena cómica de una ópera en húngaro, si se sabe con certeza cuándo termina cada acto, si se pueden recitar de memoria, como si se tratara de la formación de Racing en el ‘66, los nombres de los personajes de una obra ignota y si se sabe quién los cantó en el Colón, en 1954. No por nada algunos de los habitués de este teatro pusieron el grito en el cielo cuando, hace un poco más de una década, se decidió incluir el sobretitulado con la traducción. Lo que se destruyó allí fue uno de los tesoros más preciados para ese sector del público: la posibilidad de establecer diferencias entre “los que saben” y los otros, los que no pertenecen a la barra brava.
Ni en el cine, ni en el teatro, ni en las exposiciones de artes plásticas existe el abucheo. Es patrimonio exclusivo del público de los teatros de ópera y, en particular, de los más provincianos. En la segunda función de El holandés errante, “los que saben” volvieron a exhibir de esa manera su sabiduría. Los otros, los ignorantes, mantuvimos el error de pensar que Guillermo Kuitca es un gran artista y que el teatro (e incluso la ópera) puede ser una aventura.