ESPECTáCULOS

Murió Celia Cruz, la cantante con más “azúcar” de todo el Caribe

Un tumor cerebral doblegó a la estrella cubana. Vivía en EE.UU., donde siempre expresó sus diferencias con Fidel Castro.

 Por Fernando D´addario

La vida de Celia Cruz podría entenderse y sintetizarse a partir de unos cuantos datos puntuales, algunos aparentemente nimios, otros no tanto: la cantante cubana tenía bien ganada una estrella en el Hollywood Boulevard; en 1974 cantó en Zaire, antes de la pelea entre Alí y Foreman; debutó en la Argentina en 1966, en los “Sábados Circulares” de Mancera, aunque ganó su primer premio profesional mucho antes, en un programa radial cubano, cantando el tango “Nostalgias”; tenía casi tantos años como discos (alrededor de 80) editados, pero siempre fue difícil precisar la cantidad de unos y otros, tan coqueta era; su rostro poco agraciado pero expresivo acompañó la institucionalización de la música caribeña en los films Salsa (1987) y Los reyes del mambo (1992); su grito de guerra era: “azúuúuuuuuuucar”; ayer se murió, en su hogar de Fort Lee (Nueva Jersey), y sus restos serán llevados a Miami, donde los exiliados cubanos la adoraban.
Pero Celia Cruz, mujer dura y avasallante, a la que sólo un tumor cerebral logró doblegar, fue algo más que ese puñado de particularidades y anécdotas: fue el emblema musical de un Caribe feliz en el exilio. La cara más famosa de un proyecto comercial y cultural, “Fania”, emprendido hace cuarenta años por Johnny Pacheco y Jerry Masucci, destinado a reunir músicos de distintos países, licuar los diversos ritmos (son, merengue, guaracha, guaguancó, etc.) y extraer una síntesis bautizada “salsa”. Celia Cruz tenía la mejor voz y el mejor espíritu para popularizar ese híbrido mágico en Estados Unidos. Se había ido de Cuba por divergencias con la revolución. Con el tiempo, y a medida que la fama empezó a crecer, esas diferencias se agigantaron, involucraron a otros músicos y condimentaron discusiones políticas en buena parte de América latina. Sin embargo, la principal involucrada reconocía, poco tiempo antes de morir, con cuarenta años de residencia en Estados Unidos, que todavía no había aprendido a hablar bien el inglés. “¿Para qué?, si estoy rodeada de mi gente y estoy más tiempo en aviones que en tierra firme. Yo no necesité americanizarme para alcanzar el éxito”, decía.
Usaba unos zapatos de plataforma curva, especialmente diseñados para ella, y trajes despampanantes y llamativos, dignos de “la reina de la salsa”, mote y distinción que nadie se animó a discutir. Utilizó sus atribuciones regias para bendecir el surgimiento de “nuevos valores” o para defenestrar expresiones artísticas que ella consideraba demasiado “modernas” o “procastristas”. Su conservadurismo era de índole existencial, y su correlato político sólo un detalle. Representaba y lideraba la guardia dura de la música caribeña en EE.UU. y desde sus coloridos blasones mantuvo intacta una carrera que se consolidó al margen de los vaivenes de popularidad de la salsa.
Decía tener una relación ambivalente con la Argentina: se había criado escuchando a Libertad Lamarque y a Hugo del Carril. Cuando ya era una celebridad en todo el mundo, pasaba inadvertida en Buenos Aires, indiferencia que atribuía a la conocida “melancolía” de los porteños. Una circunstancia ayudó a revertir esa tendencia que parecía inexorable: la progresiva latinoamericanización del rock argentino, encabezada por Los Fabulosos Cadillacs. Celia cantó “Vasos vacíos” a dúo con Vicentico, y el hit abrió fronteras antes selladas. En 1994, en un templo rockero (el estadio Obras), lideró un notable desembarco salsero que incluyó a otros grandes como Tito Puente, Oscar D’León y Cheo Feliciano. En aquella visita a Buenos Aires, en casi todos los reportajes le preguntaban por Fidel Castro, por la Nueva Trova, y conseguían (no era muy difícil) hacerla enojar un poquito. “Yo me considero amiga de todo el que se declare enemigo de ese señor”, concluía.
Durante toda su carrera acumuló honores y premios, entre ellos el Grammy en la categoría de música latina en 1990 por Ritmo en el corazón, con Ray Barretto, y el Grammy al mejor álbum de salsa por La negra tiene tumbao en 2002. En 1994 recibió de manos del entonces presidente estadounidense, Bill Clinton, la Medalla Nacional de las Artes de Estados Unidos. El progresismo en general nunca la quiso demasiado, pero, en definitiva, ¿quién no bailó alguna vez, bien entrada la madrugada, perdido por perdido, “La vida es un carnaval”?

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Celia Cruz tenía una edad cercana a los 80 años.
 
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