Jue 17.07.2003

ESPECTáCULOS  › “EL VIAJE DE CHIHIRO”, DEL MAESTRO JAPONES HAYAO MIYAZAKI

Una travesía mágica y misteriosa

Una ganó el Oscar al mejor film de animación y la otra, la estatuilla al mejor film extranjero, en la última ceremonia de la Academia de Hollywood. Las dos tienen por protagonistas a niñas en busca de su identidad, enfrentadas a un mundo de prejuicios.

› Por Luciano Monteagudo

Productor, director, guionista, dibujante y diseñador, Hayao Miyazaki (nacido en 1941, el mismo año en que Japón atacó Pearl Harbor y se sumergió en la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial) está considerado por los especialistas como el más grande maestro del cine de animación mundial de las últimas dos décadas. Sin embargo, su reconocimiento en Occidente comenzó recién con la monumental Princesa Mononoke, en 1997, y fue a partir de El viaje de Chihiro (ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín 2002 y del Oscar de la Academia de Hollywood al mejor film animado) que el cine de Miyazaki alcanzó una proyección verdaderamente internacional. Que lo haya logrado sin resignar ninguna de sus virtudes –en un mercado dominado por el imperio Disney, que ahora distribuye sus films, como hace con los de Pixar– y que haya reunido en su país de origen 21 millones de espectadores sin rendirse a la violencia del animé y de la cultura “Pókemon”, habla de un creador tan riguroso como seguro de sí mismo, dueño de un universo propio que no está dispuesto a abandonar.
Dirigido a niños (debe aclararse: para niños mayores de 8 años) y adultos por igual, El viaje de Chihiro puede leerse desde este lado del mundo como una suerte de Alicia en el país de las maravillas, pero ambientada en un mundo tan feérico como exótico, alimentado por toda una fantasmagoría irreductiblemente oriental. Chihiro es una nena de 10 años, que viaja en el asiento trasero del flamante auto de sus padres. Está triste y angustiada, porque se dirige hacia lo desconocido: la familia se muda a una nueva ciudad y detrás, en el pasado, quedan su colegio y sus amigos. En un alto en el camino, se desvían y dan con un sendero misterioso, que los conduce a una feria aparentemente abandonada. Ya al atravesar ese portal, Chihiro percibe que se transporta a otro mundo, allí donde sopla un viento extraño y premonitorio. Poco a poco, el dibujo de Miyazaki –porque es el propio Miyazaki quien supervisa uno a uno todos los trazos de su film– va abandonando el realismo que dominaba en un comienzo y se va cargando de nuevas dimensiones y sentidos, hasta ir adquiriendo un vuelo exuberante, casi lisérgico.
De pronto, sin previo aviso, se hace la noche y sus padres –tan prosaicos como esa realidad que va quedando cada vez más atrás– se convierten en cerdos, en la representación de su insensibilidad, de su gula y de su pasión por los bienes materiales. Para rescatarlos (al fin y al cabo son sus padres) y para aprender a sobrevivir del otro lado del espejo, en un mundo que tiene sus propias reglas pero parece habitar en el interior más profundo de la propia protagonista, Chihiro deberá atravesar una serie de pruebas que quizás no sean otras que las que le imponen sus miedos más ancestrales. El propio Miyazaki ha reconocido, en los escasos reportajes que concede, que ese enorme baño público (o yuya) en el que Chihiro debe emplearse para ganarse la existencia –literalmente, el ser– y donde se atiende a la fauna más prolífica y diversa de dioses y seres mitológicos, proviene de sus propios recuerdos de infancia, cuando iba acompañando a sus padres a esas fuentes de remanso, cubiertas de vapores mágicos y pasajes laberínticos. Allí Chihiro descubre no tanto un mundo hostil propiamente dicho, sino en todo caso uno hecho de constantes deberes y obligaciones, no muy diferente quizás al de la vida cotidiana, salvo que éste está transfigurado por la subjetividad y la fantasía. Será responsabilidad de la propia Chihiro encontrar las fuerzas necesarias para –en una u otra realidad– aprender a valerse por sí misma.
Las preocupaciones ecologistas que ya aparecían en Princesa Mononoke están aún mejor, más fluidamente resueltas en El viaje de Chihiro, que cuenta con una impresionante deidad de los ríos, hecha de un limo escatológico y que acude a la yuya para liberarse de todos sus desechos. El animismo es una constante en un film que es capaz de atribuir vida y poder a los entes de la naturaleza y a los sueños más oscuros del inconsciente. En este sentido, se diría que el fuerte de Miyazaki es siempre, en primer lugar, la imaginación, por momentos desaforada. Eso hace de su película una experiencia tan intensa como exigente, que vale la pena atravesar como quien se atreve a viajar –como la misma Chihiro– a un universo nuevo, desconocido.

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