Mié 06.08.2003

ESPECTáCULOS

La vida entendida como una carrera interminable

La obra “Maratón en Nueva York”, dirigida por Patricio Orozco, plantea la dicotomía entre un deportista que busca la hazaña y otro paralizado por la angustia.

› Por Cecilia Hopkins

En Maratón en Nueva York, el italiano Edoardo Erba toma un episodio de la antigua Grecia para prologar una historia actual: en el 490 a.C., luego de ganar la batalla de Maratón contra los persas, el general Milcíades envió a un soldado a Atenas a dar cuenta de la victoria. Tras correr 42 kilómetros, el hombre –que se llamaba Diomedon, aunque en la obra se asegura que nadie registró su nombre– murió a causa del esfuerzo realizado pero no antes de comunicar las buenas nuevas. Esa distancia, que quedó fijada para los maratones actuales como homenaje al legendario corredor, obsesiona a dos atletas que sueñan con competir en Nueva York, ejes de una pieza que busca introducirse en una variedad de temas afines a la superación del individuo.
Tras haber hecho una impasse en su vida de corredores, los amigos se dan cita para iniciar su entrenamiento. Ambos saben que el proyecto que tienen en mente les demandará un duro sacrificio, pero el autor reparte el don de la fuerza de voluntad en dosis desiguales. Así, Mario (Gonzalo Jordán) duda del compromiso que están por asumir, literalmente, a cada paso, mientras que Esteban (Federico Buso) no acepta hablar de otra cosa, empeñado en lograr una buena marca durante el circuito, a modo de preparativo para entrenamientos aún más severos. A través de su charla y de la exposición del cansancio físico que los invade, los personajes van revelando las motivaciones que se esconden tras la debilidad y la fortaleza de uno y otro, hasta que ambos terminan componiendo una metáfora de doble sentido, que por momentos se refiere a los riesgos de un sacrificio inútil y, por otro, a la búsqueda de lo que parece un imposible.
Para Esteban la vida es una pesadilla: la única manera en que un individuo puede dar sentido a su existencia es realizando una acción superlativa, que deberá cumplir aun a riesgo de muerte. Pero sus imperativos no seducen a Mario, paralizado como está por la ausencia de toda certeza. Ninguno imagina que la situación terminará revirtiéndose al promediar el entrenamiento, giro que determinará un cambio en la tonalidad del espectáculo, que comienza a introducirse en un tiempo y un espacio irreales, producto de la exteriorización de la angustia de ambos atletas.
Mientras intercambian sus puntos de vista, los dos personajes emprenden un recorrido que dura poco menos de una hora y los actores, en consecuencia, pasan el mismo tiempo trotando en el lugar, apenas variando el ángulo de su carrera enloquecida. Mario siempre encuentra la manera de guiar la conversación con la intención de remontarse a situaciones de su infancia y adolescencia, en las cuales no ha salido bien parado, en tanto su amigo intenta no desconcentrarse de los rigores de la carrera, evitando ocupar su pensamiento en cuestiones ajenas a la actividad deportiva. El carácter vacilante de Mario lo lleva, incluso, a cuestionar el sentido de la tarea que está llevando a cabo hasta perder la fe por completo. En consecuencia, extiende su duda hacia otros temas, desde los criterios de justicia que imperan en la sociedad hasta la existencia de un ser creador del universo, junto a otros ítem propios de la especulación metafísica.
Es precisamente durante estas elucubraciones que el texto de Erba se vuelve forzado, demasiado atento a introducir en el discurso de sus personajes ciertas “cuestiones profundas” que contrasten con la charla –por momentos no exenta de lugares comunes– que incluye también la vida en pareja o el recuento de aquellas personalidades que en el transcurso de la historia perdieron la vida, víctimas de un accidente o atentado o por vía del suicidio.

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