Jue 07.08.2003

ESPECTáCULOS

“Volvoreta”, una potranca capaz de despertar pasión

El realizador y montajista argentino Alberto Yaccelini, radicado hace años en Francia, presenta en el Rojas un documental que excede al ambiente del turf para transmitir emociones del desarraigo.

› Por Luciano Monteagudo

El segundo documental que se conoce en Buenos Aires del realizador y montajista argentino, radicado en París, Alberto Yaccelini (el primero había sido Gombrowicz y yo, en 2000), comienza como un tango, con un extrañamiento. La yegua Volvoreta, después de haber ganado importantes premios en las pistas de Francia, es vendida por una cifra millonaria a los Estados Unidos. “Estoy triste, eso quiere decir que no la veré nunca más. Me quedará el recuerdo de su calma, de su galope con la cabeza gacha y uno de sus zapatos, que me regaló su herrero y que conservo celosamente”, dice la discreta voz en off, sin énfasis, de Yaccelini, mientras su cámara registra una herradura lustrosa y adorada como un fetiche. La película está hablada en francés y rodada en las afueras de París, pero hay algo profundamente porteño en esa melancolía con que el director –que es también el narrador de esta película realizada en primera persona del singular– evoca esa potranca pura sangre que se ganó su corazón.
El cineasta no es el único sobre el cual Volvoreta ejerce su hechizo. El film de Yaccelini (que fue montajista de Invasión y Ecoute voir de Hugo Santiago y de La película del rey de Carlos Sorín) da cuenta de los cuidados que le prodiga su entrenador, otro argentino anclado en París, Carlos Lerner, que prepara a la yegua para el Prix de Diane, en Chantilly, una de las carreras más importantes de la temporada turfística europea. “Le tengo cariño a Carlos, no porque sea argentino, sino porque se hizo un lugar en su profesión a fuerza de trabajo y perseverancia”, afirma Yaccelini, casi como si hablara de sí mismo y cuyo pudor no le permite nunca mostrarse delante de la cámara. Otros personajes van entrando en escena: Thierry, el jinete de entrenamiento, pero que no será el jockey en la carrera; el cuidador Roberto, un español que es el ángel guardián de Volvoreta; los hijos de Carlos, que ya sueñan con ser jockeys...
Pero la estrella es siempre Volvoreta, en esa espera cada vez más tensa frente a su primera prueba de fuego, mientras entrena furiosamente o se pasea calma por la caballeriza, luego de un baño de espuma ante el cual el realizador (y con él cada espectador) se siente un voyeur. “Si fuera mujer, sería rubia”, dice Yaccelini. “Se hace querer”, reconoce Carlos. Su hijo apunta: “Es dulce”.
Volvoreta es una reina. El periodismo especializado la llama “una fuerza tranquila”. Y llega la mañana en que debe probarse frente a la aristocracia de Chantilly, esa que se celebra a sí misma, mientras escucha “La Marsellesa”. Yaccelini da la impresión de divertirse con su cámara como alguna vez lo hizo Jean Vigo en A propósito de Niza: se pasea por esa suerte de baile de disfraces que impera en la tribuna oficial y encuentra todo tipo de especímenes cómicos y alegres. También están los apostadores compulsivos, los fotógrafos, el relator... De pronto, el film, que había transcurrido serenamente, empieza a cobrar velocidad. Los preparativos finales, la largada, la tropilla atropellando por los palos, hasta esos tres interminables minutos en que la carrera sólo se puede reconstruir a través de su reflejo en el rostro crispado de Carlos y los gritos de la tribuna, un plano fijo excepcional, un momento puramente cinematográfico. En vez de revelar su desenlace, conviene señalar que Volvoreta no es sólo un film sobre el mundo del turf (de por sí fascinante) sino también, y antes que nada, sobre la naturaleza de un relato, sobre las segundas oportunidades y finalmente, por qué no, sobre la nostalgia. “¿Añorás?”, le pregunta Yaccelini a Carlos, que le da una pitada larga a su cigarrillo negro, endurece el rostro como Jean Gabin y contesta: “No tengo tiempo para eso”. Poco después la cámara lo sorprenderá silbando bajito “Mano a mano”: “Hoy tenés el mate lleno de infelices ilusiones...”

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