ESPECTáCULOS
› ROBERT DUVALL HABLA DE SU NUEVA PELICULA COMO DIRECTOR Y PROTAGONISTA, “ASSASSINATION TANGO”
“En Hollywood piensan que el realismo es un sacrilegio”
El actor de films fundamentales de Francis Ford Coppola vino a Buenos Aires a presentar su realización más reciente, en donde interpreta a un asesino a sueldo que, en contacto con el ambiente de los milongueros, se enamora del tango y de sus cultores. Una historia que en parte es la suya.
› Por Horacio Bernades
Ya se sabe cómo empezó todo: a fines de los años 80, el actor de más de cien películas –el memorable coronel Killgore de Apocalypse Now!, el consigliere de El padrino, el temible dueño de la corporación en La conversación– fue a ver un espectáculo de tango en Nueva York y quedó prendado para siempre de ese baile mortífero, erótico y solemne. Mortífero es también el personaje que Robert Duvall encarna en Assassination Tango, la primera película que el actor dirige después de El apóstol (1997), que unos años atrás también había venido a presentar aquí. Filmada en Nueva York y Buenos Aires, producida por la compañía de su amigo Coppola, fotografiada por el argentino Félix “Chango” Monti y coprotagonizada por Rubén Blades y la salteña Luciana Pedraza (amor argentino del actor y realizador), quien está considerado uno de los mejores actores estadounidenses de las últimas tres décadas encarna en Assassination Tango a John J, veterano asesino a sueldo.
John J. baja de Brooklyn hasta el adoquín porteño para consumar un encargo muy especial: la ejecución de un ex militar torturador. Pero, claro, sucede que desde hace años este septuagenario gringo cachafaz –habituado a venir a bailar el dos por cuatro cada dos por tres– tenía en la cabeza la idea de dejar sentado en una película su amor por el baile porteño. Esa película resultó ser Assassination Tango, cuyo guión escribió el propio Duvall y que resulta un extraño monstruo bifronte, a medio camino entre las tradiciones hollywoodenses y el documental. En efecto, al tiempo que cumple con los requerimientos del thriller (el hit man veterano, el encargo, el seguimiento del blanco, la red conspirativa que se teje alrededor y donde aparecen ecos de Ultimos días de la víctima), Duvall corta y quiebra esa línea más o menos ortodoxa, mediante el más heterodoxo fluir de escenas improvisatorias y documentales, filmadas en el club Huracán y otras mecas del milongueo.
“Assassination Tango no pretende ser una película política”, se ataja Duvall ante cualquier posible lectura en ese sentido, gatillada por el hecho –sin duda discutible, seguramente irritativo– de que su personaje viene a ajusticiar, vaya a saber por encargo de quién o quiénes, a un ex militar sospechado de graves violaciones a los derechos humanos. “Se trata de un thriller, un film de género, y el protagonista no es otra cosa que un profesional del crimen, que viene a cumplir con ese encargo sin importarle en lo más mínimo qué es lo que hizo o quién es su víctima. No debe verse en la película el más mínimo intento de lidiar con la historia argentina reciente.” De esta y otras cuestiones –la fascinación por la Argentina, la relación entre ficciones y realismo cinematográfico, la sorprendente admiración del actor de Mash y El precio de la felicidad por el cine iraní– dialogó Página/12 con Robert Duvall, en un confortable salón del Hotel Alvear, ubicado a metros del lugar que para el actor y realizador californiano es uno de los mejores en todo el planeta: la confitería La Biela.
–¿Cuándo y cómo surgió el proyecto de Assassination Tango?
–Como todos mis proyectos, requirió de una larga maduración. Así como El apóstol me había llevado casi una década de trabajo, otro tanto sucedió con Assassination Tango, que se empezó a gestar a partir de mis conversaciones con un famoso milonguero al que le decían “Petróleo”. El me contaba mil historias de arrabal, llenas de pendencieros, matones y muñecas bravas, y me señalaba las vinculaciones que, al menos en sus orígenes, tuvo el tango con la mala vida. Ahí comprendí que nadie podía sintonizar mejor con el mundo del tango que un asesino a sueldo, habitué por otra parte de los salones de baile neoyorquinos. Comenzó a tomar forma la figura de este hit man, John J., que de alguna manera es un sobreviviente de los años 50. Hay que tener en cuenta que en esa época, en Nueva York, se pusieron de moda ciertos ritmos caribeños, como el mambo, la rumba y el chachachá, al mismo tiempo que Buenos Aires vivía la edad de oro de las grandes orquestas tangueras. De allí que, en las primeras escenas de la película, John J. aparezca en uno de esos salones, en Brooklyn, donde hoy en día se baila salsa, que es la descendencia de aquellos bailes. Esta afición del personaje es lo que justifica que, cuando llega a Buenos Aires, se deslumbre con el mundo de la milonga. Eso también explica que, en una de las últimas escenas de la película, John J. le comente a un viejo amigo que, si el barco de los primeros pioneros europeos los hubiera dejado en Buenos Aires en lugar de Nueva York, ellos no hubieran sido bailarines de mambo sino de tango.
–¿Qué mutaciones sufrió la historia durante todo ese tiempo?
–Por un lado, hice consultas referidas al guión con algunos conocidos, como el dramaturgo Horton Foote (de quien soy amigo desde que actué, a comienzos de los ‘60, en Matar a un ruiseñor, que estaba basada en una obra suya) o Coppola, que primero me dio aliento para filmar la película y finalmente la produjo a través de su compañía, American Zoetrope. La historia no sufrió grandes cambios, salvo el hecho de que yo quería que María Nieves, la mítica bailarina, tuviera un papel protagónico. Pero allí me enfrenté con el problema de que ella no habla una palabra de inglés y la película estaba pensada en ese idioma, por lo cual me vi obligado a dividir su personaje en varios. Incluí entonces el personaje de Manuela, la bailarina joven (que lo hace mi mujer, Luciana Pedraza, que habla el inglés con fluidez) y mantuve a María Nieves en un par de escenas largas que tienen lugar en un salón de baile, donde ella “actúa” de sí misma.
–Y lo deja bastante mal parado a usted, con algunas palabras en lunfardo que son imposibles de entender para un extranjero recién llegado. Y luego lo “carga” por su chuequera.
–(Risas) Ah, sí, me pareció graciosa esa referencia, porque yo tengo la típica chuequera del cowboy y no es muy fácil bailar el tango con las piernas así encorvadas... Por otra parte, a mí me interesa mucho esa clase de escenas que parecen improvisadas. Aunque le aclaro que los diálogos de María Nieves estaban escritos y ensayados. Pero los dice con tanta espontaneidad que le da una gran frescura a la escena. Lo que le da es un tono más parecido a la realidad que al cine.
–No es la única escena de la película que parece improvisada.
–No, es verdad. Hay otras dos, entre mi personaje y el de Luciana. Cuando John J. conoce a Manuela, ella inventa una mentira sobre una hermana melliza, que es algo que a Luciana se le ocurrió en el momento y lo “largó”, con lo cual me produjo cierto desconcierto. Pero es la clase de cosas que me gusta dejar. En otra escena, ella comete un error de pronunciación en inglés. Tenía que decir black sheep (“oveja negra”) y dijo black ship (“barco negro”). Como entre los dos hay confianza, le tomé el pelo e hice un juego de palabras. Ella se rió y también lo dejé, porque me parece que queda muy fresco y espontáneo. Esa es la clase de cosas que para Hollywood son casi un sacrilegio, y que a mí me gusta mucho ver en cine, porque creo que lo acercan a la vida, en lugar de alejarlo.
–Como director, usted siempre tuvo gran interés por la autenticidad. Su primera película (We’re Not the Jet Set, de 1975) era un documental sobre el mundo del rodeo, y la segunda, Angelo, my love, sobre una familia de gitanos neoyorquinos. Allí usted hizo actuar a gitanos auténticos. El mismo criterio siguió en El apóstol con los parroquianos pentecostales, y ahora con los milongueros.
–Me interesa mucho reflejar cosas de la realidad, mundos que el cine no suele reflejar. Y también tengo particular interés en fusionar lo real con lo ficcional, hasta que llegue un punto en que sea imposible distinguir una cosa de otra. Esto me viene de lejos, desde que vi por primera vez una película de Ken Loach. Era Kes, una de sus primeras películas, de comienzos de los ‘70. Tiene una historia mínima, la relación de un chico con un halcón, y uno como espectador nunca sabe cuánto hay de real y cuánto de ficción. Es lo mismo que hoy ocurre con el cine iraní, en películas como La manzana, esa maravilla que filmó Samira Makhmalbaf. O Gabbeh, que es de su padre, Mohsen Makhmalbaf. Allí, los tapices que fabrican unos nativos tienen un rol esencial. Y él usa los verdaderos tapices. En Hollywood los hubieran mandado a hacer industrialmente. Y no es lo mismo...
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