ESPECTáCULOS
El peso simbólico de un escenario y del encuentro entre dos gigantes
Mercedes Sosa y Martha Argerich fueron las oficiantes de un ritual en el Colón. Junto a la Camerata, que también acompañó a Eduardo Falú, protagonizaron un concierto donde primó la sensación de acontecimiento.
› Por Diego Fischerman
Toda música es ritual. Desde los cantos propiciatorios para la caza hasta los sofisticados conciertos contemporáneos, con sus complicados sortilegios para definir identidades personales y pertenencias socioculturales, no hay lenguaje sonoro que no cumpla, de manera más o menos velada, alguna función social. No hay música, aun la más abstracta, que no tenga una fuerte carga simbólica. Por eso no es extraño que en el encuentro histórico entre dos artistas símbolo de la cultura argentina, la cantante Mercedes Sosa –reciente ganadora del Grammy latino– y la pianista Martha Argerich, el aplauso más cerrado lo haya recibido precisamente el encuentro. El abrazo entre ambas, en el saludo final, selló, en todo caso, un clima de emoción compartido por el público y en el que pesaba más lo que cada una de las artistas representaba que la música en sí.
La situación no es distinta que la de un mega-recital de rock en un estadio. También allí la música cede el protagonismo a la sensación de estar allí. De ser parte de algo único e irrepetible. Martha Argerich, en Buenos Aires para llevar adelante la segunda edición del concurso para piano que lleva su nombre y para hacer de mascarón de proa de su festival de música en el Colón, incluyó en él, por primera vez, a dos grandes figuras de la música de tradición popular. En la primera parte de este concierto atípico, luego de una ajustada versión del Concerto per corde Op. 33 de Alberto Ginastera, a cargo de la Camerata Bariloche, esta orquesta tocó con Eduardo Falú su Suite argentina para guitarra, corno, clave y cuerdas. En la segunda, Mercedes Sosa cantó junto a su guitarrista de siempre, Nicolás Colacho Brizuela, la “Zamba de Argamonte” y “Guitarra, dímelo tú”. Luego hizo cuatro canciones acompañada por la Camerata (“La tempranera”, “Como pájaros en el aire”, “El alazán” y “Doña Ubensa”) y, finalmente, tres junto a Argerich (“Allá lejos y hace tiempo”, “Canción del árbol del olvido”, de Ginastera, y “Las cartas de Guadalupe”). En los bises, Argerich se sumó a las cuerdas en la repetición de “El alazán” (uno de los puntos más altos del concierto) y luego en “Alfonsina y el mar”.
Falú, como siempre, deslumbró con la sencilla perfección de su toque y, más allá de la pobreza de escritura de su Suite, alcanzó con su bis la “Tonada de un viejo amor”, dedicada a Argerich y cantada a solas con su guitarra, para lograr uno de los momentos más intensos –y musicalmente valiosos– del recital. Sosa, visiblemente emocionada, cantó con intensidad emotiva y, en canciones como “El alazán” fue conmovedora. En realidad, su amplio vibrato, su compromiso afectivo con lo que canta, tiene el efecto de acentuar el lado dramático de letras muchas veces desgarradas pero que habitualmente se cantan como si no dijeran nada. Un elemento insoslayable fueron los excelentes arreglos de Gabriel Senanes. Sus orquestaciones detalladas, jerarquizando las voces intermedias y el contrapunto, buscando la circulación de una idea entre las diferentes voces y dándose el lujo de algunos solos, como los de violín y cello en “Alfonsina” o las respuestas entre secciones y el contrabajo remedando el bombo en “La tempranera”, al igual que la escritura de los acompañamientos de piano (con un sabor debussysta aunque nunca amanerado) estuvieron más cerca, en todo caso, de la idea de composición que de la de arreglo, en tanto fueron esenciales a la nueva forma de esas canciones. Argerich, situada en el lugar de homenajeante más que de homenajeada, siguió a Sosa en cada una de sus interpretaciones y la magia de su toque, aun en cuentagotas, estuvo presente.