ESPECTáCULOS
Pedro Asquini, un maestro del teatro independiente
A los 86 años falleció el creador de grupos legendarios como Nuevo Teatro. Un actor, director y docente enrolado en el “realismo crítico”, para quien el teatro no era “un templo, sino un taller”.
› Por Hilda Cabrera
“Estas son mis últimas boqueadas”, decía Pedro Asquini, actor, director, cofundador, entre muchas otras salas y grupos, del celebrado Nuevo Teatro, docente y batallador de la escena, cuando hablaba de sus proyectos. Un año atrás había puesto una obra con el grupo cooperativo teatral Ricardo Passano (homenaje a uno de los creadores del teatro La Máscara). El título era Hoy aquí se adivina el futuro, de Enrique Esteban Urruty, grotesco sobre la obsesión por el poder y la rebelión de los que desean un futuro mejor. En marzo de 2001 se había atrevido a hablar sin vueltas sobre el hambre en El bife de chorizo a caballo con papas fritas. Asquini tenía su grupo de artistas amigos, como David Lang, su asistente en Hoy aquí se adivina..., y lugares donde poner sus obras, como el Salón de Credicoop y El Teatron. Hubo otros a cuyos empresarios criticó abiertamente. Antes de recibir el Premio Nacional a la Trayectoria, en 2000, de manos del director Rubens Correa, representando al Instituto Nacional del Teatro (entidad que en forma conjunta con la Universidad Nacional del Litoral publicó en febrero de este año su libro El teatro ¡qué pasión!), había conseguido un premio vitalicio del ex Concejo Deliberante durante el gobierno de Carlos Menem. “No me vas a venir con que es guita afanada al pueblo”, le espetaba un amigo, viéndolo dudar. “Vamos, anarquista. Esa guita la tenés bien ganada.”
Sucedió que el dinero no siempre llegó puntual, pero no era para protestar por eso que Asquini se acercaba de tanto en tanto a la redacción de Página/12, sino para comunicar que estaba preparando un nuevo proyecto. Cuando le entregaron el Premio Nacional en el Cervantes hubo una concurrencia escasa, pero eran todos gente amiga. En la platea se vio a las actrices y directoras China Zorrilla y Alicia Zanca y a los dramaturgos Roberto Cossa y Carlos Gorostiza. Cuando cumplió los 85 fue festejado muy discretamente en una biblioteca pública de la avenida San Juan por colegas del teatro independiente, como el actor y director Onofre Lovero, el dramaturgo Atilio Castelpoggi y el artista plástico Antonio Pujía. Se agasajaba así, modestamente, a un pionero de la escena libre, entusiasta y disidente, irascible a veces. Lo confesó a su manera en uno de sus libros: “Pecados a montones, y fracasos, de los grandes y pequeños, y victorias a lo Pirro, forzadas e inservibles; cada fallo a la ética, cada agachada, era una pequeña muerte”. Conocía sin embargo estrategias para superar cada una: dejarse llevar por una sonata de Beethoven (su preferida era la Appassionata) o por las Sinfonías Tercera y Quinta; o recurrir a un poema-canción de Héctor Negro (No te entregues nunca) o al poema Piú Avanti, de Almafuerte.
Quiso que se supiera cuánto sintió la muerte de su gente querida, y dejó constancia de ello en sus escritos. También cuánto tuvo que luchar (él junto a otros) para no ser doblegado por la censura. En El teatro ¡qué pasión! cuenta hechos que hasta resultan divertidos, aunque el entorno fuera dramático. Cuando dejó el grupo Nuevo Teatro, Asquini atravesó períodos en los que no halló fácilmente una sala. Su peripecia de años sobre este asunto fue contada por él mismo. Ya en la década del 90, volvió a dirigir Sin patente, pieza de Franco Natali cuya historia gira en torno de un conflicto filial originado en los años de la represión militar. Asquini reiteraba en sus charlas su fervorosa adhesión al “realismo crítico”. En diálogo con esta cronista decía ser fanático de un realismo que ya no se estilaba, pero que él relacionaba directamente con lo social, aclarando además que no se estaba refiriendo al “realismo estalinista que elogiaba los avances de la revolución”. Disfrutaba desenmascarando a los que afirman “que hay tantas realidades como personas, porque cada una juzga desde su subjetividad”. Opinaba que esa postura les servía tambiénpara “negar que hay una realidad bien concreta, que existe aunque sea difícil descubrirla”.
Se había iniciado como actor, en 1941, en La Máscara, en un “mosaico teatral” que incluía cinco piezas cortas. Cuando años después fundó Nuevo Teatro, junto a la actriz y directora Alejandra Boero, defendió a rajatabla ese realismo crítico que, independientemente de la forma, género o estilo –como le gustaba aclarar– mantuvo en sus últimos trabajos. En los libros que publicó dando cuenta de sus experiencias (El teatro que hicimos y Tratado de dirección escénica y técnica actoral), recordó anécdotas vinculadas a algunos cambios sociales. Equiparando al público de Nuevo Teatro con el que en los años 50 y 60 asistía a los teatros independientes, por ejemplo, lamentaba no contar ya en la platea con la clase social que lo había acompañado entre 1941 y 1943: “Aquel (público) estaba formado por la clase obrera ilustrada y esta clase había desaparecido con el advenimiento del peronismo”. Ese nuevo espectador pertenecía a la pequeña burguesía culta que –opinaba– no era el objetivo de su teatro: “En cada estreno esperaba la asistencia de algún amigo del barrio o del trabajo, no cultos, para pedirles su parecer sobre el espectáculo que habían visto. Eso era más importante para mí que el juicio de personas cultas o la opinión de los críticos”, sostenía. Quizá por eso lidió a menudo con los “criticuchos intelectualeros”, pero se sintió cómodo con los que según él eran “obreros del periodismo”.
Admiraba como pocos al dramaturgo rioplatense Florencio Sánchez, el creador de M’hijo el dotor y Barranca abajo. Compartió ese fervor con un amigo suyo, el montevideano Wilfredo Jiménez, de quien llevó a escena su obra Pasión de Florencio Sánchez, por primera vez en Nuevo Teatro, y en la década del 90 en versión para tres actores, en El Teatron. Defensor a ultranza del realismo y de la “vocación festisatírica” que redescubría siempre en Agustín Cuzzani (con cuya obra Lo Cortés no quita lo caliente, intentó en 1992 mostrar otra mirada sobre la conmemoración del Quinto Centenario de la Conquista de América), Asquini no olvidaba la frase que el escritor y poeta Alvaro Yunque había impreso a la entrada de La Máscara: “El teatro no es un templo, es un taller.”