Jue 09.10.2003

ESPECTáCULOS  › “AMERICAN IDOL”, UN RETRATO DE ESTADOS UNIDOS

Modelos para el eje del bien

Se estrenó en la Argentina el programa más visto de EE.UU.: más que un entretenimiento, una expresión del orgullo de ser “americano”.

› Por Julián Gorodischer

Aquí no ha pasado nada: ellos siguen demostrando la vigencia de su sueño americano. Aquí no hubo guerra, ni muertos, ni misiles, ni la vara asesina de George W. Ellos aparentan estar como si nada cuando hacen la cola, en todo el país, en Texas y en Houston, en Miami Beach, en Nevada o Virginia, en cada pueblito o gran ciudad homologados por la ambición federalista, y se los ve sonrientes, expectantes, deseosos de ese sueño que les proponen. El país entero se paraliza los martes a la noche para ver televisión, para ver a sus mejores hijos buscando la fama, porque aquí es donde empiezan a pagarla, sin importarles el insulto, el latigazo del jurado televisivo más despiadado que se recuerde.
Es el “verdadero” capitalismo, la libre competencia, donde no caben las palabras dulces, los consuelos que daría un jurado latinoamericano (uno argentino, por ejemplo). Esta es la verdadera vida, la del Imperio, aquí se gana o se pierde para siempre. Aquí los participantes escuchan “Sos un desastre”, y se van puteando. En Nueva York, miles hacen la cola bajo la nieve, en Miami juguetean al sol. Este es el programa más visto de una costa a la otra, al menos hasta un día antes de que los estadounidenses redescubrieran “el estilo” y se consagrara la competencia, en Fox, ese invento transformador de personas que es “Queer eye for the straight guy” (“El ojo gay para el pibe hetero”). Pero éste es el minuto antes, ése en el que reina triunfal “American Idol” (que ahora puede verse en la Argentina, en Sony, los lunes a las 21), y la sentencia que flota en el aire es una sola: Estados Unidos sigue siendo el mismo. O, mejor, el poder de la negación puede ser enorme.
“American...” es la pintura más acabada de una moral que, hace tiempo, no encontraba mejor manera de encarnarse. Es la moral estadounidense, esa conciencia colectiva que hace decir al jurado, frente a Heidi, la rubia tonta: “Tienes futuro, eres el modelo a seguir. No como Christina Aguilera que se volvió una zorra...” En Estados Unidos, el jurado premia a los modelos de virtud y castiga a los desviados: el espectáculo es un Imperio, y Hollywood, su capital, merece a sus mejores niños, necesita no sólo el filtro sino la lección para el desafinado. No cualquiera puede, ni debería pensarlo. En Estados Unidos, los participantes admiran a sus ídolos, y por eso incluyen la imitación de Madonna o de Bruce o de Michael, y siempre se ligan el cachetazo. No se metan con ellos: al prócer (es sabido) no se lo pinta en dibujitos. “De Mariah Carey sólo tenés el pelo”, castigan a la que se dice “parecida”, y a los otros, la penitencia: “Si pudiera, te hubiera lapidado”.
Las multitudes demuestran que Hollywood sigue allí. Y el jurado les dice, cada vez que premia: “Te vas a Hollywood”, como cuando en la Argentina alguien anunciaba (en “Popstars”, en “Operación Triunfo”) “pasaste a la siguiente etapa”. Pero Hollywood es real y tangible, una Meca posible que se sintetiza en el cartel en la lomada, un lugar lleno de precursores. “American Idol” es, apenas, el sendero fácil, la curva que permite el acceso rápido, pero que no priva del sacrificio. Nada que ver con el modesto “pasaste...” local, que necesitó de la vaguedad del sin destino: ¿será mejor? ¿o qué será? En “American...” ellos conocen exactamente la Capital de su Imperio, y el sueño justifica la flagelación. “Si cantaras, destruirías a la industria”, dice Simon, el más temido del jurado, al freak de turno, y el chico lo manda al carajo. En EE.UU., el verdugo contrapone su sermón: “Todos decimos lo que pensamos”, aquí no cuentan las palmadas. “Simon, puedes besarme el trasero”, recibe a cambio. Se van los bochados, y todo recomienza, en este casting que no tiene nada que ver con las colas junto al estadio de River, a las multitudes que golpean las puertas de Teleinde, en Martínez. La audición es un momento estelar, no una prueba más. Allí les piden “Humillen”, o les anuncian el fracaso con palabras grandes, como en Fama o Flashdance, con ese tono depelícula. Hasta que vuelve a aparecer la conciencia cuando el jurado dice: “No das ni para un Bulgarian Idol”. En cada audición, la certeza de ser lo único que existe, de saber que, de existir, el ciclo búlgaro sería una mala imitación, un calcado pobre, porque qué sería del programa más visto sin su Capital, sin su Meca, sin esa promesa que corona cada audición y se convierte en el leitmotiv: “¡Irás para Hollywood...!”

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