ESPECTáCULOS
El autoritarismo, en un raro viaje de marginales
“Foz”, creación colectiva reestrenada en el Espacio Callejón, sitúa a tres personajes que sueñan con grandes negocios en la Triple Frontera y que se ven embarcados en una lucha por el liderazgo.
› Por Cecilia Hopkins
El insistente ronroneo de un motor se escucha en la oscuridad. Para cuando el ruido se detiene, un rumor de grillos instala un paisaje nocturno, virtual, ya que lo único que el espectador tendrá frente a sus ojos es la caja de un camión que, detenido o en movimiento, cobija a los personajes de Foz, obra de dramaturgia colectiva ya estrenada en el Teatro de Operaciones (la sala-taller que Alejandro Catalán, director del espectáculo, tiene en el barrio de Chacarita) que ahora se repone en el Espacio Callejón. En la jerga y el gesto marginal se reconocen similitudes y singularidades de los tres personajes: Christian (Esteban Lamo- the) y Chaco (Adrián Fondari), eternamente subordinados a la voluntad de Don Carlos (Ricardo Félix), padre del primero. Las miradas temerosas de los más jóvenes indican que la propia iniciativa no es algo permitido: castigos y beneficios, todo proviene del hombre que comanda esta expedición hacia la zona litoraleña de las tres fronteras.
Ubicada en el margen brasileño, Foz do Iguazú aparece como una meca de ensueño, donde se puede, por unos pesos, cargar la chata de mercadería de contrabando para revender en la capital. Sin embargo, los pormenores del viaje llegan al espectador en un segundo término. Primero se establece el orden jerárquico que mantienen los personajes. Y esto se da a través de un circuito de miradas atemorizadas o cómplices que permiten medir el grado de sujeción que soporta la dupla de muchachotes, quienes, en sumisa actitud, se desesperan por acceder al salamín y a los “amargos” que dosifica el mandamás. Sólo él está en condiciones de dar la señal de ataque sobre las escasas vituallas, una vez transcurrida la larga jornada sobre la ruta misionera. También es el padre quien distribuye tareas y algunos privilegios: apenas tolera las risotadas de los jóvenes cuando imaginan que el viaje culminará en algún piringundín de la zona.
Fuera de estas muestras de expansión controlada, no hay otros sentimientos que el hombre acepta. Tan es así que disipa a escobazo limpio cualquier desacato, poniendo orden en el destartalado camión (eficaz trabajo de Ariel Vaccaro), centro indiscutible de su poder absoluto. Apenas se permite un instante de ensueño al recordar su viaje de bodas con la finada madre del hijo, una tregua que tiene el valor de relajar la máscara adusta del rostro y dejarse ganar por la sombra envolvente del recuerdo de tiempos menos solitarios. Pero la añoranza del pasado le vulnera la guardia y el alcohol desata entre todos una fiesta en la que bailan al son de la percusión improvisada sobre las maderas de la chata.
De gran intensidad teatral, este momento marca el comienzo de un nuevo tramo de la historia. El desborde de la situación es la causa de un suceso inesperado que deja vacante el puesto del jefe. Así, la expedición queda en manos de dos seres anulados por el autoritarismo, incapacitados para tomar cualquier decisión. Una luz cinematográfica enmarca esta escena signada por el terror al desamparo: la virtual desaparición del líder de la expedición deja a las claras que el poder no es hereditario en modo alguno, y así los jóvenes se trenzan en la agria disputa por saber cómo salir de la situación, varados como están en un camino de ripio, lejos de la ruta principal. A la hora de concretar el desenlace de la historia, el grupo de actores (los tres en intervenciones sumamente destacables) barajaron varias posibilidades junto al director. Finalmente, los comportamientos seleccionados para Christian y Chaco no están en consonancia con la ferocidad de la naturaleza que los circunda, un estímulo que, lejos de la expresión de la piedad filial, podría haber inspirado acciones brutales, como el homicidio o la huida desesperada.