Vie 24.10.2003

ESPECTáCULOS  › UNA OPERA DE GLUCK EN EL COLON

El arte de lo mínimo

“Armide” es una obra ejemplar, y la puesta estrenada en Buenos Aires también lo es. La dirección de López Puccio y la régie de Carlos Sorín son protagonistas junto a la voz de Klara Csordas.

› Por Diego Fischerman

El repertorio operístico se cristalizó alrededor de un estilo particular de ópera y una época determinada. Y los hábitos de interpretación también. Podría decirse que, en la ópera, todo es italiano y romántico. Mozart, el músico más temprano que forma parte de ese cuerpo, hasta no hace mucho (y todavía hoy en la Argentina) era cantado y tocado de manera muy similar a Bellini o Donizetti (e incluso a Verdi). La primera gran tradición del género, la del barroco –y en particular la del barroco francés–, está ausente del mercado (aunque en Europa tiene un lugar cada vez mayor) y entonces no es extraño que un músico como Gluck, el gran reformador de esa herencia, aparezca para muchos, simplemente, como un Mozart prematuro (y, desde ya, incompleto).
Algo similar sucede con la concepción teatral. Y en ese sentido, la concepción puesta en juego por el cineasta Carlos Sorín en la magnífica Armide que se está presentando en el Teatro Colón resulta ejemplar por dos motivos. Por un lado, porque rescata una idea de teatro en que resulta fundamental la retórica, la entonación de la palabra y hasta la discusión teórica, ya que el libreto circula, en realidad, alrededor de una de las grandes polémicas estéticas de fines del siglo XVIII: la importancia de los sentidos y de la música práctica frente a la música teórica. Por el otro porque, al renunciar explícitamente a todo el andamiaje de lugares comunes que construye esa tradición operística cristalizada, coloca lo teatral en el lugar donde siempre debería estar, la relación entre los personajes. En la visión de Sorín no hay grandes desplazamientos corales (que en general no tienen pretexto alguno) ni efectos especiales. El coro está en el foso y todo sucede en el ámbito de las miradas, de los pequeños gestos e, incluso, de la tensión entre ese minimismo esencial y la expectativa del espectador. La escena del quinto acto en que los dos amantes están situados en extremos casi opuestos del escenario y la eternidad que tardan en llegar uno a brazos del otro (eternidad aprendida en el cine, es claro) tiene un efecto sobrecogedor.
La coreografía de Araiz, inteligente y sugestiva, resulta brillante en la escena que Gluck concede a las convenciones del barroco francés, precisamente la del baile. La ironía del coreógrafo está en sintonía con el vestuario de Gumá (es el único momento de la ópera en que remite al siglo XVIII, pero lo hace con restos, casi con harapos) y entre ambos colocan esa escena, de manera brillante, entre paréntesis. La escenografía, bordeando también el despojamiento más absoluto, se limita a unas telas colgantes y a dos grandes esferas –rojo en un caso y dorado en otro– y sus sombras, situados contra la extrema blancura del contorno. El mérito de ese sortilegio, logrado sin recurrir a los tópicos más bastardizados de lo operístico (entendido más como estética que como género), es responsabilidad compartida, eventualmente, por la sensible iluminación de Monti y Morelli.
Pero esta Armide es admirable, también, en lo musical. Porque López Puccio no la concibe como un mero antecedente de La ópera (es decir la del siglo siguiente) sino como una ópera, tan bella como significativa por sí misma. Su meticuloso trabajo con los integrantes de la Orquesta Estable, además, logró algo inédito hasta el momento en el Colón: la flexibilidad estilística. Los planos, los tempi ágiles, la jerarquización de las frases cortas sin perder de vista los grandes arcos melódicos, la transparencia en las texturas, se aproximaron a lo que se sabe acerca de las maneras de interpretar en la época de Gluck y permitieron que la música fluyera del principio al fin, con momentos de gran nivel como el del solo de flauta acompañado por los pizzicatos de las cuerdas.
Entre los cantantes hubo una protagonista absoluta. Klara Csordas unió potencia, un timbre tan extraño como seductor y conocimiento del estilo a una comunicatividad en escena poco frecuente. De muy buen fraseo, exquisita en los matices, construyó una Armide conmovedora y creíble, tanto en sus iras como en su incontenible amor por Renaud. Gustavo López Manzitti estuvo correcto en el papel del caballero, Víctor Torres brilló como Ubalde, Alejandra Malvino fue un Odio de gran nivel y Carlos Ullán fue un tenor sumamente convincente en los papeles del Caballero danés y de Artémidore (en las funciones restantes este papel será cantado por Pablo Politzer). Oddone y Sadoly, de hermoso fraseo y ambas con timbres de gran dulzura, tuvieron problemas para que sus voces se oyeran, sobre todo en el primer acto. Pero a ellas les cupo, también, ser parte de una de las escenas más sugerentes de la obra, cuando cantan desde fuera de la escena mientras sus papeles –las dos hechiceras que intentan que los dos caballeros sucumban a sus encantos– son interpretados por bailarinas que se multiplican en el escenario como fantasmagorías.

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