Sáb 08.11.2003

ESPECTáCULOS  › PAGINA/12 PRESENTARA A PARTIR DE MAÑANA DOS DISCOS HISTORICOS DE DINO SALUZZI

“Sigo tocando porque sigo buscando otros sonidos”

Venía del folklore y del tango. Y se convertiría en una estrella del jazz internacional, a pesar de que nunca consideró que hiciera jazz. En 1984 grabó dos álbumes hasta ahora inconseguibles, que marcan esa transición.

› Por Diego Fischerman

La historia es conocida. Y es maravillosa. Podría resumirse con muy pocas palabras, las que alcanzaran para relatar el trayecto desde un pueblo de Salta, donde no había electricidad ni, por supuesto, discos, y donde la música había que hacerla para poder oírla, hasta los principales festivales del mundo, hasta los discos en ECM, el sello más prestigioso del nuevo jazz a partir de los años setenta, y hasta el reconocimiento como una de las figuras más importantes del mundo, en el terreno de la música de tradición popular. Ese es el recorrido de Timoteo Saluzzi, más conocido como Dino, desde su nacimiento en 1935 en Campo Santo a sus actuaciones más recientes en Europa, a sus presentaciones con el notable cuarteto de cuerdas Rosamunde y hasta su último y magnífico disco, Responsorium, junto a su hijo José en guitarra y el contrabajista Palle Danielsson (ex compañero de ruta de Keith Jarrett).
Estudiante de composición con Jacobo Ficher, integrante ya en Buenos Aires de la orquesta de Alfredo Gobbi, responsable de algunas de las mejores grabaciones de folklore realizadas en la década de 1970, Saluzzi fue siempre un músico atípico, apasionado por la novedad y por el riesgo y permanentemente disconforme con las seguridades ya conquistadas. Este bandoneonista que fue capaz de instalar otro nombre propio –y otro estilo– donde Piazzolla y el tango parecían reinar a solas, nunca pudo (o nunca quiso) seguir haciendo aquello que ya no implicaba peligros. Fue músico de folklore, de tango y podría haberlo sido de jazz. Sin embargo, su búsqueda fue en otro sentido. En el de dejar de pertenecer a esos géneros y, a la vez, ir abarcándolos como parte de sí mismo. Saluzzi cuenta que en sus primeras experiencias europeas, cuando George Gruntz –el célebre compositor y director de una de las mejores bandas de jazz europeas– lo invitó a tocar con él, ni siquiera sabía bien el inglés y cometía errores que le parecían fatales. Por ejemplo, quedarse en silencio cuando la partitura decía “tacet” y no entender que ese silencio estaba previsto para que él hiciera su solo. Pero, claro, nadie consideró esas fallas demasiado importantes. Era mejor enseñarle inglés que perdérselo como músico.
Allí fue cuando lo descubrió Manfred Eicher, el mismo productor que había inventado los discos con los largos soliloquios de Jarrett en Bremen y en Köln y el creador del sello ECM (tres letras que originalmente significaban “Editions for Contemporary Music”). Pero hay una especie de eslabón perdido entre las primitivas grabaciones de folklore (entre ellas las pertenecientes a un álbum legendario, que se llamaba Bien carpero), agrupadas en parte en una antología publicada por BMG con motivo del centenario de la RCA, y los discos publicados por ECM, como el fundante Kultrum, donde toca solo, los tríos de Responsorium y Cité de la Musique (donde el contrabajista era Marc Johnson) o el extraordinario Volver (con Enrico Rava). Ese eslabón es el primer grupo en el que Saluzzi claramente se juntó con músicos de otra generación diferente de la suya y provenientes de otras corrientes estilísticas. Hasta ese momento, sus buceos estéticos habían estado ligados a grandes figuras de la renovación del folklore, como el pianista y compositor Manolo Juárez. Pero con el cuarteto que formó a principio de los ochenta claramente se dirigió hacia otro lado. Allí estaban el guitarrista Quique Sinesi (actualmente radicado en Alemania y con un disco registrado hace poco con el gran saxofonista Charlie Mariano) y Horacio López en batería. El bajista era Beto Satragni o Matías González, según el caso. Podía, también, haber invitados de lujo, como el quenista Lázaro Méndolas. Y también aparecía, por primera vez, su hermano “Cuchara” como saxofonista. Con esos músicos, Saluzzi grabó, en 1984, dos LP. Los discos fueron publicados por RCA con el nombre de Vivencias y Vivencias II. El primero de ellos apareció como CD hace siete años (la coordinación de la reedición fue de Alfredo Rosso) y es absolutamente inconseguible. El segundo ni siquiera tuvo esa suerte. Esos dos álbumes son los que, a partir de mañana, llenando un vacío significativo, Página/12 pondrá al alcance de sus lectores.
En estos discos, el lenguaje de Saluzzi está, todavía, muy cerca del folklore. Si bien el marco en el que se mueve es más claramente jazzístico (y eléctrico) que los que cultivaría en años posteriores –de hecho la guitarra eléctrica sería, en el futuro, una presencia bastante esporádica–, el toque de Saluzzi y, sobre todo, la matriz rítmica y melódica de la mayoría de los temas se ciñen bastante a lo que en esos años se denominaba con cierta pomposidad proyección folklórica. Pero lo más importante es esa característica de la entonación de Saluzzi, esa manera de enlazar su discurso, su inconfundible fraseo. Esa manera genial de adelantar los acentos, esa especie de esdrujulización del ritmo que, tal vez, sólo sea posible para un salteño. En su forma de tocar el bandoneón está presente el modo de hablar del noroeste argentino y quizá sea ése el secreto (o uno de ellos) de la individualidad de su estilo. En el primer volumen de la antología hay cuatro temas, “¡Buenos días!...Doña María”, “Introducción de El chancho”, “El chancho” y “Son qo’ñatí (Entrañas)”. Los cinco del segundo son “Gabriel Cóndor”, “La vuelta de Pedro Orillas”, “Antepasados”, “Malambo” y “Misachico”. Los mismos títulos remiten a un imaginario en el que el rescate de la tradición oral y la jerarquización de las culturas indígenas y criollas de las zonas marginales ocupan el lugar de declaración de principios.
En una entrevista con Krystian Brodacki publicada por Jazz Forum, Saluzzi contaba sus comienzos musicales, hablaba de su padre, que tocaba guitarra, mandolina y, más tarde, había aprendido bandoneón, y señalaba: “Creo que debemos ser capaces de desarrollar nuestra propia música sudamericana. Eso ya está pasando. Existe un nuevo tipo de expresión latinoamericano y está abriendo caminos para infinidad de nuevas ideas”. Saluzzi, en todo caso, entiende que la música –y el respeto de las herencias culturales– no es algo aislado del estado general de las cosas. “Las palabras pierden valor”, decía a Página/12 en 1994, cuando volvió a tocar en Buenos Aires después de bastante tiempo de hacerlo en Europa. “Etica, amor, folklore, son todas palabras que ya no quieren decir nada”, aseguraba en ese momento. También se indignaba con la manera en que el mercado manipulaba al arte: “Ahora llaman jazz a cualquier cosa, a cualquier música que tenga improvisación, al mismo Piazzolla lo llaman jazz”. En ese panorama, afirmaba que el reconocimiento a su música tenía que ver con que “los músicos de jazz están bastante desconcertados. Hay mucha crisis. No saben para dónde agarrar y la música nuestra les resulta novedosa. Yo no sé si mi música es valiosa. Los críticos dicen que sí pero yo lo ignoro. Y ojalá lo ignore siempre, porque si no me quedaría sin nada que hacer. Sigo tocando porque sigo buscando otros sonidos”.
En tren de contar su historia, Saluzzi declara no haberse dado demasiada cuenta de los cambios y de la velocidad a la que se producían. “De golpe me encontré en lugares en los que nunca había sospechado que estaría. Era como cuando uno se despierta y tarda un rato hasta avivarse donde está. Vengo de los cañaverales salteños, es cierto, pero eso no lo explica todo. Mi historia hubiera sido otra si mi infancia no hubiera sido tan afortunada, si hubiera tenido otro padre que el que tuve. Era una persona amorosa, severa pero muy abierta y me hacía estudiar mucho. Me hacía escuchar, además, a los viejos bandoneonistas del campo. Me hizo conocer a Ciriaco Ortiz, al gordo Pichuco, a Alejandro Barletta. Y, después, yo aprendí a tocar en las orquestas y en los quilombos. Esos son mis comienzos. Por eso yo no hago jazz. A veces toco con músicos de jazz pero mi música es otra. Es una música mía, que viene del folklore y del tango pero, sobre todo, de las mezclas de tradiciones que es mi propia vida.”
En más de una ocasión, Dino Saluzzi ha planteado la necesidad de reconocer la riqueza de músicas olvidadas o subestimadas por las metrópolis de la industria cultural. Y además, nunca dejó de ser crítico con la realidad argentina. “Acá hay una confabulación siniestra”, aseguraba. “No sólo contra mí, claro. Porque, ¿cómo hace un chico para hacer música si no escuchó a Salgán, si ni siquiera sabe que existe; si no conoció a Troilo, ni a Andrés Chazarreta?” Como siempre, las palabras son mucho menos elocuentes que los hechos. Sus declaraciones podrían ser, apenas, los gritos en el vacío de alguien que no logra ser escuchado. Su música, sin embargo, dota de sentido cada una de esas afirmaciones. Porque allí son ciertas. Porque en ese territorio en el que el sonido manda, esas palabras (su entonación, su acento) están traducidas al lenguaje más puro. Al de una baguala que se ha convertido en una improvisación lacerada, visceral. Al de una chacarera cuya forma explota, prolifera, como las imágenes de un caleidoscopio, y se abre en múltiples direcciones. Al de un bandoneón jugando con el tiempo.

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