ESPECTáCULOS
Buenos Aires, la capital del baile
La tercera edición argentina de Creamfields, aun con fallas organizativas, mostró una síntesis de la tendencia electrónica global.
› Por Pablo Plotkin
Antes de las diez de la noche, cuando empezó a llover a baldes, la cola para entrar a Creamfields se extendía cientos de metros. Algunos reportaban su paradero por celular (“¡estoy a una cuadra de la entrada, hecho una sopa, esperame en la carpa de Camel!”) y otros se entregaban alegremente a la tormenta y los residuos de bombo en negra que llegaban desde las entrañas del Dique 1 de Puerto Madero. Unos cuantos bailarines entusiastas tendieron una bandera del DJ Diego Ro-K sobre sus cabezas y la usaron a modo de toldo. “¿Qué somos? ¡Tiburones!”, gritaban los guarecidos, evocando un viejo comercial de televisión. La fila avanzó a los tumbos, envalentonada por el aguacero. Los caminos que conectaban las pistas cubiertas se empantanaron y cada centímetro con techito se convirtió en refugio de tempestad. Ya nadie sabía a qué hora pasaba qué cosa (los cronogramas, que habían estado a la venta, se agotaron al cabo de unas horas) y las carpas desbordaron de público y vapor. Al rato, el agua se fundió con la transpiración y casi dejó de importar. Cuando paró de llover y el cielo se abrió, el holandés Junkie XL, autor de la neumática remezcla de “A Little Less Conversation” (de Elvis), hacía saltar a miles de zapatillas mojadas alrededor del escenario exterior. Empezaba la mejor parte.
Si bien esta tercera edición argentina de Creamfields tuvo coincidencias meteorológicas con la primera (y también organizativas: alguien debería haber previsto que la ecuación “una sola puerta + 30 mil personas + lluvia” no iba a dar grandes resultados), se diferenció en tanto propuesta artística. A la par de la transformación que experimentan las pistas del mundo, el cartel dejó de ser una sucesión de musicalizadores profesionales para convertirse en una síntesis de la tendencia electrónica global: mayor nivel de performance física y apertura rítmica, incorporación de bandas de rock (Babasónicos, Catupecu Machu), pop (Miranda!, Adicta) y hip hop de discoteca (Audio Bullys, Scratch Perverts). La carpa Cream Arena, la más grande de todas, concentraba a los DJs estelares. La tríada final, que empezó a operar más allá de la medianoche, fue un banquete de efectividad dance: el crédito nacional Hernán Cattáneo, el holandés Sander Kleinenberg (uno de los favoritos) y el inglés Danny Howells, presente en la barrosa edición debut en San Isidro.
En la carpa Camel también ocurrían cosas interesantes. Tayo y Frank Tope, los ingleses conocidos como Rooty Soundsystem, descargaban breakbeat exhaustivo en las horas de tormenta. Mientras tanto, afuera, Junkie XL –boina, camisa verde, corbata– abandonaba las bandejas para ofrendar sus reverencias a la multitud. Le siguió un espectáculo de fuegos artificiales musicalizado por el tema promocional del festival (“The Golden Path”, rock electrónico firmado por los Chemical Brothers y Wayne Coyne, de Flaming Lips), al tiempo que los operarios reciclaban el escenario al formato banda-de-rock (para Babasónicos). En el polo opuesto del predio, el dúo Audio Bullys ofrecía una de las actuaciones más singulares del festival. Los ingleses Tom Dinsdale y Simon Franks hacen una clase de show que no es habitual por aquí: soundsystem. Si bien el formato se puede encontrar en los festivales under de hip hop y ciertos artistas de dub y ragga (Fidel, Orge), lo de estos londinenses es otra cosa. Desde las bandejas, Dinsdale ataca con bases house y 2-Step, generando una fogosa plataforma de discoteca, y Franks escupe slogans que apelan más a la sonoridad y la inmediatez sensorial que al texto. “¿Pueden sentir la magia en el aire?”, repetía Simon con acento cockney, intercalando frases con algunos de los mejores temas del divertidísimo Ego War (editado en la Argentina).
El público (mayoría de entre 25 y 35 años) consumía alimentos y merchandising, y la circulación se seminormalizaba entre tanto lodo. En la carpa Alternative Beats, el paulista DJ Marky reforzaba el concepto de performance. Curiosamente, pese a todos estos años pletóricos en DJs de visita, este vecino aventajado no había pisado suelo pistero nacional. Además de ser uno de los artistas más personales de drum’n’bass, Marky es un showman que incide permanentemente en la música que manipula, rasguñando vinilos, interviniendo ritmos, arengando. Después de su actuación, frente a unos pocos cientos de curiosos (al mismo tiempo, Kleinenberg hacía estragos en la Cream Arena), el trío inglés Scratch Perverts llevó arriba la vertiente hiphopera del DJ virtuoso. Haciendo solos de vinilos y mezclando vieja música negra con hits actuales de rhythm & blues, Tony Vegas, Prime Cut’s y Plus One se explayaron hasta el amanecer en más de dos horas de arte de tocadiscos. Superior.
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