ESPECTáCULOS
Un nutrido menú de personajes que comparten algo más que el hotel
“La estupidez”, de Rafael Spregelburd, se propone como el cóctel en el que se baten 24 historias que confluyen en Las Vegas.
› Por Cecilia Hopkins
¿Qué hay de coincidente entre los intrincados manejos de dos glamorosos agentes secretos que intentan comercializar una obra de arte trucha, las idas y venidas de tres policías carreteros en servicio o en plan de juerga, los afanes de cinco amigos por hacer saltar la banca de un casino y la diáspora de un científico que lleva consigo una ecuación cuyo conocimiento haría peligrar el destino de la humanidad? A primera vista, por lo menos, existe entre los 24 personajes de La estupidez, obra de Rafael Spregelburd ganadora del Premio Tirso de Molina 2003, un hecho que los aproxima: la serie de episodios se entrelaza inevitablemente al desarrollarse en los cuartos de un hotel rutero en las afueras de Las Vegas, representados en escena, claro está, por una única escenografía y múltiples detalles que dan cuenta de los cambios de habitación. Otra vía de conexión que el espectador advierte es el “aire de familia” que lucen los personajes entre sí, en virtud de estar interpretados por sólo cinco actores en vertiginosa y efectivísima labor. Primero vinculada a los temas referidos a la lingüística, y años más tarde, a la física cuántica, la obra de Spregelburd ya es extensa, a pesar de la juventud de su autor. Este, su último estreno, va construyéndose, en parte, volviendo sobre títulos anteriores hasta el punto de entablar con ellos una suerte de diálogo. De hecho, hay escenas de La estupidez que recuerdan algunos momentos de La modestia o a algunas consideraciones vertidas en Fractal, textos hermanados, todos ellos, por similitud de asuntos y procedimientos.
Hay en todo el espectáculo un aire a set televisivo, un ambiente como de telecomedia por cable, pero esta sensación no va más allá del vestuario o la escenografía (obra de Oscar Carballo), un decorado que resiste sin doblegarse los más recios portazos. Afortunadamente, no existió ninguna intención de emular el estilo de interpretación de la pantalla chica. Los actores (todos destacables) cuentan con infinidad de momentos en los cuales les es posible extremar variantes de composición para diferenciar sus respectivos personajes. Un nutrido repertorio de escenas y contraescenas cuya variedad no asombra si se tiene en cuenta la facilidad del autor para imaginar tramas ricas en acontecimientos singulares y también, si se considera que La estupidez dura 3,20 horas, sin contar el intervalo de 15 minutos. Es que Spregelburd no se limita a escribir escenas consagradas únicamente al progreso de la trama sino que también plantea secuencias que funcionan a modo de remanso, desinteresadas de las urgencias que traccionan el espectáculo en su conjunto. La expresión instantánea de lo ridículo, lo excéntrico o lo inesperado son algunos de lo elementos que promueven la risa del espectador. En el tema concreto de la especulación científica, algunos personajes ingresan en un estado de apasionamiento rayano al fanatismo a la hora de describir el funcionamiento de sistemas que se desorganizan al reaccionar en cadena ante variables no previstas. La obra representa un sistema semejante, construido en base a ciclos de personajes que entran en fricción, que ofrecen al espectador el placer de contemplar cómo interfieren entre sí unos personajes y unas situaciones que, en principio, habían sido presentados de manera independiente.