ESPECTáCULOS
“El títere molesta como personaje porque nadie lo puede controlar”
A los 80 años, la titiritera Sarah Bianchi recibirá próximamente el premio María Guerrero por su notable trayectoria. Su vida está plagada de anécdotas, que deja escapar con una mezcla de ternura y sabiduría.
› Por Silvina Friera
Esmirriada y traviesa como muchos de los títeres que ha manipulado, Sarah Bianchi recibe a Página/12 en la casona de la calle Piedras 905, donde funciona el Museo Argentino del Títere. Ese espacio en el corazón de San Telmo, que ella misma remodeló y pintó, alberga muñequitos tan versátiles como fantásticos, que amenazan con escapar del encierro de las vitrinas para iniciar una función en plena entrevista. A pesar de que camina ayudada por un distinguido bastón, a causa de la operación de cadera de la que se está recuperando, Sarah fuma un Virgina Slim y recorre con solapado orgullo las tres salas que reúnen a más de 400 títeres de variadas clases, (guante, varillas, conos, sombras y marionetas), tamaños y procedencias (Bulgaria, Inglaterra, España, Italia, Indonesia, Chescolovaquia, Rusia, Hungría, México, Uruguay, entre otros). A los 80 años, en mayo recibirá el premio María Guerrero por su vasta trayectoria, nada menos que 55 años ininterrumpidos al servicio del arte titiritero.
Sarah es la emblemática precursora de un mundo transhumante que ella misma divulgó por todo el país, Latinoamérica y Europa junto a su entrañable compañera, Mane Bernardo. Ambas encabezaron la primera compañía de títeres dirigida por mujeres que presentaron obras como El encanto del bosque (1958), Los traviesos diablillos (1962) y Una peluca para la luna (1969), entre otras. “Trabajaba con Mane en el teatro y como era artista plástica ingresé para elaborar los muñecos y después me incorporé al elenco. Ahí abandoné la plástica, el teatro y la literatura. Los títeres son muy invasores, se comen todo”, aclara. Cuando era una niña, Sarah le decía a su familia que quería ser trapecista. “Me gustaba la idea de subirme y bajarme de un trapecio y practicaba trepándome a los árboles y agarrándome de las ramas”. Pero cuando se olvidó del vértigo de los trapecios, el sortilegio del oficio titiritero la atrapó. “Los títeres son mágicos. Hay magia en ese ser que se mueve, aparentemente solo. Esa abstracción se produce incluso cuando se percibe claramente que es el titiritero el que mueve al muñeco”, explica. Lo que más la emociona del premio María Guerrero es que representa un explícito reconocimiento al títere. Con el galardón, Sarah recibirá un pasaje a España, que esta inquieta mujer está planificando minuciosamente para no dejar nada librado al azar. “Pienso visitar a todos los titiriteros españoles de ciudades como Sevilla, Bilbao, Madrid, Barcelona y Galicia porque allí la actividad está muy respaldada”, precisa.
En 1985 empezó a funcionar el museo del títere de manera itinerante. “La verdad es que lo hacíamos a pulmón. Con Mane llegábamos a los pueblos, cargadas de baúles. Una vez instaladas, pedíamos mesas y botellas vacías para exhibir los títeres. Realizamos más de 50 exposiciones, desde Misiones a Tierra del Fuego”, recuerda. Después de la muerte de Mane, que dejó su casa natal de la calle Piedras para que se convierta en el espacio físico del anhelado museo, Sarah logró habilitarlo recién en 1996. “Cuando me sienta mejor, me subo de nuevo a la escalera para pintar el techo”, dice con el ímpetu de una joven veinteañera. Cuando se creó el Instituto Nacional de Teatro, Lito Cruz, director por ese entonces, visitó la casa en ruinas y le preguntó a la pequeña Sarah, justo a ella que le encantan los desafíos, si se atrevía a montar el museo en medio de tantos escombros. Con la vitalidad que la caracteriza, consiguió demostrar que además de animarse a levantar el museo, se merecía un pequeño subsidio. “Lito nos ayudó mucho, pero después de él no recibimos nada más”, advierte sin ánimo de queja, quizás como resignada a batallar contra la indiferencia de los funcionarios culturales.
Sorpresivamente, Sarah extrae de una cajita a Lucecita, su títere favorito, nacido en 1947, que responde únicamente a las manos de su creadora. “Es un enanito simpático y travieso que fue creciendo comopersonaje. Trabajó en diversas temporadas para chicos en el Teatro Cervantes y en el San Martín y recorrió muchas provincias del país, latinoamérica y Europa”, enumera. Hace dos años Sarah y su compañía participaron en el Festival del Milenio en Francia con una obra auténticamente criolla, la historia del viejo Vizcacha. “Aunque tenía la idea de llevar a Lucecita, me la olvidé. No me lo perdona nunca, siempre me reprocha que la dejé olvidada en Buenos Aires”, sugiere, convencida de que entre ella y Lucecita hay una complicidad latente, una simbiosis asombrosa. “Cuando ya estábamos en democracia, nos echaron del Museo Histórico porque decían que los títeres no podían estar junto a los héroes del país. A Lucecita le dio tanta bronca que se sentó sobre los cañones que están en la entrada del museo y se sacó fotos”, bromea.
–¿Cómo fue la relación de los títeres con los sucesivos gobiernos?
–Nos echaron y nos prohibieron siempre. El títere molesta como personaje porque nadie lo puede controlar. Una cosa es que yo le diga algo al público. Pero si lo dice el títere, esa circunstancia del doblaje, le permite ser más irreverente. En la época de Onganía, hacíamos pantomima de mano para la televisión. Como una mano desvestía a la otra, lo prohibieron porque no estaba permitido el desnudo. Durante la dictadura fui enormemente perjudicada, me echaron de todos los trabajos y me tuve que dedicar a pintar paredes de departamentos. Perdí mis horas de cátedra en la escuela de Arte Dramático y del Instituto Vocacional de Arte.
–¿Fue complicado trabajar con los títeres cuando eran las primeras mujeres que encabezaban una compañía?
–Sí. Estábamos nosotras y Javier Villafañe. Después se iniciaron otros como los Di Mauro en Córdoba, posteriormente Ariel Bufano. Pero al principio éramos muy pocos y nos desenvolvíamos a duras penas. No había un público preparado para el títere y prácticamente no existían espectáculos infantiles. A los chicos se los llevaba al teatro para adultos cuando habían aprendido que no debían hablar y se quedaban sentaditos. Había titiriteros ambulantes en las calles, muchos eran españoles o italianos que trabajaban en las plazas. Hubo que conquistar un público y abrir caminos, con poca gente que creyera en lo que hacíamos. Me acuerdo que hace muchos años, un titiritero de La Plata, fue a comentarle al intendente que tenía un espectáculo y que podían hacer funciones. Cuando le aclaró que era una obra de títeres, el intendente le contestó despectivamente: “Así que ustedes son los que juegan con muñequitos”.
–¿Por qué piensa que se despreciaba tanto al títere?
–El títere es ambulante por naturaleza, entonces puede estar en una cárcel, un hospital, una plaza o un teatro. A los titiriteros nos catalogaban como artistas de variedades, no como actores. Nosotras con Mane luchábamos para que nos reconocieran como actores titiriteros. En la Asociación de Actores nos decían que para ser actor había que mostrarse y expresarse ante el público. Nosotras objetábamos esa definición con el ejemplo del radio teatro: actores que sólo hacían voces. Hasta 1971 fuimos artistas de variedades. Recién en el 71 pudimos entrar a Actores, pero fue por casualidad, porque habíamos estrenado una obra en la que el titiritero se mostraba ante al público. Fueron muchos pasos que tuvimos que dar y todavía hay que seguir dándolos.
–¿Hacia dónde?
–Ahora estamos luchando por La calle de los títeres. Hace 13 años con Javier Villafañe y Mane decidimos que los titiriteros necesitábamos un lugar fijo donde hacer espectáculos. Nos fuimos a la calle Baigorri, al costado del Mesón Español (Caseros al 1700). La lucha consiste en que queremos que el público goce gratis de las obras y los que trabajamos en los espectáculos, que somos profesionales, exigimos que ese pequeño cachet lo pague la Secretaría de Cultura. Cada año es una angustia, nos piden que cobremos un bono contribución. Sin embargo, por tradición, las obras songratuitas. Hay un promedio de 400 chicos por función, ¡mirá si vale la pena! Además, hay espectáculos para adultos, cursos para los mismos titiriteros, exposiciones y talleres de armado de títeres. Yo comprendo que entre el dinero para un hospital y una función de títeres, el hospital tiene primacía. Pero cada repartición del Estado se dedica a un ámbito diferente y si existe una que se llama “cultura” es justamente para fomentar todas estas actividades. No soy funcionaria, soy titiritera. “Zapatillas sí y libros también”. Hay que seguir luchando.
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