ESPECTáCULOS
› UN BUEN AÑO PARA LA MUSICA CLASICA A PESAR DE LA CERCANIA DE LA CRISIS
Apuestas, polémicas y algunas revelaciones
Una temporada lírica con algunos brillos, orquestas impactantes como la de Budapest, grupos como Musica Antiqua Köln, músicos locales de gran nivel, nuevas figuras y un CETC revitalizado marcaron la tónica.
› Por Diego Fischerman
Peter Weir tituló una de sus películas El año que vivimos en peligro. La frase bien habría podido referirse al 2002 en la Argentina. Tal vez no haya sido la primera crisis –y quizá no sea la última–, pero la sensación de devastación que produjo fue inédita. En ese contexto –y en el de los costos de la música clásica, sólo comparables en su absoluta falta de escala con los del fútbol– la temporada 2003 puede considerarse un milagro. Que tan cerca de la debacle el San Martín haya podido continuar con su ciclo de música contemporánea, que las óperas del off-Colón hayan continuado cobrando impulso, que algunas orquestas y solistas de importancia hayan seguido tocando en la Argentina (aunque muchos de ellos sólo para ricos), que el Centro de Experimentación del Colón haya renacido de las cenizas y que el teatro que lo cobija en su sótano haya logrado una temporada lírica no sólo ordenada y previsible sino con algunos brillos, en todo caso, tiene más que ver con el peso de una tradición cultural que en Buenos Aires tuvo gran relevancia y con el empecinamiento de un conjunto de artistas que se resistieron a darse por vencidos que con las condiciones económicas reales.
Ese es el marco en el que, a pesar de todo, hubo presencias como las de Charles Dutoit –que dirigió El holandés errante de Wagner en el Colón–, el pianista Barry Douglas (que actuó con la Filarmónica de Buenos Aires), la soprano Lynne Dawson –que brindó un recital magnífico–, Musica Antiqua Köln (un genial Arte de la Fuga de Bach para Festivales Musicales), el Trío Guarneri y el Ensemble Aurora (para Nuova Harmonia), el laudista Hopkinson Smith (un concierto bellísimo y casi secreto, totalmente por afuera del circuito habitual), el cellista Anssi Karttunen (en el CETC) o la extraordinaria Orquesta de Budapest (que llegó dirigida por su titular Ivan Fischer y se presentó dentro del ciclo del Mozarteum). Y también, claro, Martha Argerich y su festival donde, cada vez más, la atracción es sólo ella.
Entre los músicos locales, el Trío Argentino, los grupos conducidos por Marcelo Delgado y Eduardo Moguiliansky en el Espacio Callejón (con conciertos dedicados a Mauricio Kagel y a compositores finlandeses, entre ellos la notable Kaija Saariaho), los cantantes Víctor Torres y Graciela Oddone e intérpretes especializados en repertorios anteriores al clasicismo, como el violinista Rodolfo Marchesini o el violagambista y director Juan Manuel Quintana (que programó además un ciclo excelente de música barroca en el Casal de Cataluña) fueron algunos de los más destacados. En el panorama de las músicas más actuales, el ciclo del Callejón, alguno de los conciertos del San Martín, los estrenos en el CETC de Richter, de Mario Lorenzo y Esteban Buch –reivindicable más allá de algunos aspectos fallidos–, de la poética Lohengrin –con una inolvidable Lía Ferenese en una puesta de Alejandro Tantanian– y de La belle captive de John King, en todos los casos con salas llenas, mostraron que en esta ciudad sigue habiendo (y el interés de las propuestas hace que haya más que nunca) un público ávido de novedades.
Una Sinfónica Nacional que lucha contra dificultades estructurales (falta de un lugar de ensayo y una sala de concierto propios, por ejemplo) y una Filarmónica de Buenos Aires que recuperó público, pero aún no logró en su programación el equilibrio deseable entre solistas y directores relevantes, viejos éxitos y una cierta cuota de desafío y novedad, sumado al desnivel entre algunas de sus filas, colaboraron con un panorama sinfónico poco atractivo. La ópera, en cambio, estuvo sumamente vital y tanto Juventus Lyrica como Buenos Aires Lírica lograron, en ocasiones, trascender el sentido didáctico y de estímulo a nuevas figuras que las caracteriza y ofrecer espectáculos sumamente equilibrados. El Colón, por su parte, se dio el lujo de ofrecer, además de revelaciones como la soprano Virginia Wagner (una Micaela maravillosa, impecable en lo vocal y conmovedora en lo teatral, en Carmen de Bizet) y el barítono Hernán Iturralde (perfecto cada vez que le tocó actuar y sorprendente en El emperador de la Atlántida de Viktor Ullmann, estrenada por la Opera de Cámara del teatro) también algún material para la polémica.
Los laureles, en ese aspecto, fueron para Suárez Marzal (régisseur) y Guillermo Kuitca (escenógrafo) en El holandés errante. Aunque es posible que el público más conservador hubiera criticado lo mismo (el centro de sus iras fue la escenografía) puede suponerse que el espectáculo habría ganado con una mayor sintonía entre el escenario y la escena. Sorín con una despojada mirada sobre la Armide de Gluck (que contó con la ajustada dirección de Carlos López Puccio y la atípica y carismática voz de Klara Csordas como protagonista) fue otra de las apuestas fructíferas de 2003. Entre lo mejor estuvieron el elenco vocal (en particular Adriana Mastrángelo) y la dirección orquestal de Steuart Bedford en Idomeneo de Mozart, el holandés de Mozaiev en la ópera de Wagner y la puesta de Alfredo Arias y su equipo (con una brillante escenografía de Roberto Plate) para Bomarzo de Ginastera. Esta ópera, precisamente, es un desafío mayor. En parte por las dificultades musicales (incluyendo las de su escucha). Pero, sobre todo, por su historia. De hecho, gran parte de su valor se lo debe a Onganía y al hecho de que el dictador no haya permitido su estreno por cuestiones morales.
El Colón, por otra parte, intervino con hechos en la discusión acerca de la pertinencia o no de la música popular en su sala (que hizo eclosión a mediados del año pasado, poco antes de la asunción de las actuales autoridades del teatro, a raíz de la presentación de varios espectáculos especialmente irritantes para el público habitual, como Los Nocheros, Memphis o Soledad). Las presentaciones de Egberto Gismonti y Chucho Valdez como pianistas y, sobre el final del año, de Luis Alberto Spinetta en dúo con Claudio Cardone, ponen el concepto de música de concierto (es decir el de su funcionalidad y su adecuación acústica) por sobre el de las tradiciones a las que pueda pertenecer un hecho musical en particular. Una idea bastante más moderna y democrática que ese resabio de viejas distinciones según el cual poco importa que algo sea o no arte si se trata de un objeto de consumo de las clases altas. Que un vals de Johann Strauss o una opereta de Léhar sea más apropiado para el Colón que Gismonti o Spinetta no responde, en todo caso, a ninguna categorización musicológica. Como si eso fuera poco, la otra que actuó en ese sentido (y nadie se atrevería a tildarla de ignorante en la materia) fue Martha Argerich que, inusualmente, ocupó el lugar de pianista acompañante para seguir, reverencialmente, a Mercedes Sosa en un encuentro que tuvo una fuerte carga simbólica.
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