Mié 24.03.2004

ESPECTáCULOS  › EL PERFIL SOCIAL DE LAS NUEVAS SERIES DE FICCION

Ricos y pobres, versión 2004

La clase media que reinaba en la pantalla chica fue expulsada del paraíso catódico. En la actualidad imperan otras formas, a tono con el país posmenemista.

› Por Julián Gorodischer

La niñera se infiltra en el mundo de los ricos y su abuela confunde la mansión con un hotel de lujo. Tito Roldán irrumpe en la empresa como un intruso, fiel al mate y al extraño cocoliche de su barrio. Lo que llega es el contraste entre muy ricos y muy pobres, ahora que la tele se polariza y ubica a la clase media en su destierro original. Desaparecen los departamentos de tres ambientes, las amas de casa, las rutinas de colegio, oficina y sobremesa, todos esos mitos del buen porteño tan contados en los años ‘90. Lo que llega es el emblema de los ricos: la mansión o el holding empresario. Esta es la tele que legó el menemismo: erradicada la clase media de los concursos y los realities (sus últimos bastiones), ahora sólo queda una riqueza concentrada que, como mucho, se pasa al miserable en reformulación tardía de Príncipe y Mendigo. La vida en el pueblo de Padre Coraje o en la cuadra de Los Roldán, y hasta los escándalos de verano –desde el réquiem para el niño rico (Juan Castro) al lamento del pobre desesperado (Giselle y Pipo)– se cuentan en clave bipolar.
Instrucciones. Para guionar a un “pobre” televisivo: que sea de buen corazón, infiltrado en el reino de los ricos pero amable, levemente hosco pero domesticable al fin. Que mire todo como por primera vez. Que obtenga, gracias a la tele, el último resquicio para una redención posible: Roldán, bonachón y torpe, está llenísimo de valores que contrastan con la corrupción de los trajeados. Para vencer a la mafia basta con la honestidad y la intuición, mamadas en el barrio. A los ricos de Los Roldán, en cambio, les asignan el deseo por el travesti (Uriarte, según Gabriel Goity), por el chongo (Pilar, Bárbara Lombardo) o hasta por el perro (Chichita, Andrea Bonelli). Los ricos envidian y compiten deslealmente, tienden camas e inventan fraudes para perseguir el pecado original: la acumulación. Los pobres tienen buen corazón, son como niños en casa ajena y llegan por virtud y por honor, siempre anteponiendo el sentimiento a la economía.
“Esos pobres –dice el crítico cultural Daniel Molina– gritan (si un personaje no grita no es pobre ni popular) y son buenazos. Los ricos son como una clase media mafiosa, tienen gustos raros, cuando no perversiones inconfesables; actúan más que de finos, de falsamente sofisticados. Pero no son diferencias sociales sino morales: esa representación no tiene nada que ver con la realidad social, sino con el cuento de hadas que modela el imaginario popular en cuestiones sociales.”
Posmenemismo. “Si la TV menemista mostraba, en sus ficciones, a los miembros de una sociedad que corría detrás de los valores aspiracionales de la clase media alta y alta –analiza el sociólogo Hugo Lewin–, hoy incorpora la diferencia social y el conflicto porque no le queda remedio; sólo puede ocultarlo a costa de perder verosimilitud.” Hubo un tiempo que fue hermoso para la familia tipo, donde reinaba la mesa en familia, la charla con los nenes, las barras de la esquina, en recreación del mito originario para una clase media. El costumbrismo alla Pol–Ka narró esa misma decadencia, desde Gasoleros a Son amores, cuentos de venidos a menos que hacían sonar la alarma: caía el sueño de prosperidad, llegaban el chofer de taxi y el mecánico en reemplazo del profesional graduado en facultades. El reality y el concurso fueron el último remanso, allí donde acudió el desempleado o el hijo de buena familia para pegar el batacazo; les exigieron algo de presencia o cultura general.
En 2004, la chica de barrio se toca con los millonarios para recrear un mito que era ajeno a la Argentina: la polaridad. En La niñera se recuperan todos los clichés de la mansión: habanos, tipos grandes con chiquitas, mayordomos y hombres de negocios a carcajadas para contar el fin del sueño del reparto. La mansión recupera al bestia, esa figura olvidada que regresa con pompa y trae gags de otros tiempos: los malos modales, la guarangada y la falta de fineza. Los Iraola concentran riqueza pero no tienen “sirvienta”, rol que parece asignado a la niñera, que alguna vez podría haber pretendido (como buena chica judía) hasta un título universitario. Pero su vida, en 2004, ha sido entregada al patrón, con el premio de vivir en Barrio Parque pero a costa de refregársele, de vez en cuando, el desentono. Iraola (Boy Olmi) no quiere que nadie se confunda: “Yo le di casa, comida, trabajo, ¿así me paga?”.
Tragedias. Nada mejor que un rico o un pobre para alimentar tragedias, marcadas por el crimen, el asesinato o el suicidio. Pasa en la ficción, en las vidas de huérfanas y acusados de Padre Coraje, pero también en los escándalos del verano. A la clase media no le toca ni el sufrimiento, antes dedicado en una infidelidad o un divorcio. Esos típicos clichés de los comunes fueron reemplazados: ahora el que sufre es el miserable ante la quiebra (Giselle, Pipo), el que lo pierde todo, o el que –por contrapartida– habría caído en el flamante vicio que la tele asigna al nuevo rico: la cocaína. Allí se unen las desgracias para un panorama bipolar: en la pérdida o el desvío, trátese de Pipo o de Juan Castro, igualmente marcados por un balcón y una caída (la propia o la de un familiar). La síntesis perfecta para un final no distingue clases sociales.
“Como decía Oscar Landi, la TV tiene la capacidad de crear un producto aggiornado, de fagocitar todo lo nuevo y diverso de la cultura”, explica la socióloga Ana Wortman. “No se pierde nada: hay sexo, homosexualidad, travestis, ricos de holdings (los ricos ya no son empresarios petroleros), droga, bajo una vieja fórmula de la telenovela, el vínculo entre ricos y pobres.” No será la TV, para Wortman, la que exprese la complejidad que nos toca. El espacio para encarnar el realismo social es otro. “En el cine –dice– aparecen los tacheros, los migrantes ilegales, los policías corruptos, los remiseros, ex obreros de un país destruido y fragmentado socialmente. Allí aparecen la crisis de las instituciones, las secuelas de la dictadura militar, las marcas de los años setenta: una Argentina sin idealizaciones, como en carne viva...”

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