Vie 09.04.2004

ESPECTáCULOS

Buenas voces y una puesta eficaz renuevan la magia

Una exquisita Pamina y un Papageno de gran nivel, sumados a la impecable afinación de la Reina de la Noche, se suman al trabajo de Hampe para que la apertura lírica del Colón llegue a buen puerto.

› Por Diego Fischerman

Ya se ha descubierto que Sarastro no era el malo y la Reina de la Noche estaba lejos de ser la buena. Tamino atraviesa las pruebas y los sacerdotes lo alientan. El coro, ubicado sobre un puente, resulta invisible hasta que la luz lo enfoca. En ese artificio tan sencillo como efectivo, al igual que en las imágenes de la tierra que gobierna parte de la escena, en el carro volador de los niños genios o en la luna que habita la Reina de la Noche, es donde la puesta ideada por Hampe revela su conocimiento de la escena y, sobre todo, de los efectos. Con un clima que no reniega del gesto de la ópera popular e, incluso, del cuento infantil, La flauta mágica volvió al Colón para abrir la temporada lírica de este año. Las excelentes actuaciones de la soprano eslovaca Simona Houda-Saturova en el papel de Pamina, de Laura Rizzo como la Reina de la noche y de Hernán Iturralde como Papageno hicieron el resto. Estrenada por Mozart apenas dos meses antes de su muerte, esta ópera, con una apariencia de facilidad, esconde varias trampas mortales. Para los cantantes, desde luego. Pero sobre todo para el régisseur. Con contradicciones difíciles de resolver –como el cambio abrupto de atributos morales entre la Reina de la noche y Sarastro– y cargada de simbolismos masónicos, oscila entre el trascendentalismo y la comedia gruesa –achacándoles varios de los males del mundo a las mujeres que no tienen un hombre a su lado para morigerar sus defectos, por ejemplo–; entre el tratado moral y la ingenuidad o la peor de las incorrecciones políticas (la referencia a la negrura del alma de un negro). Cualquier mirada que intente ocultar alguno de estos aspectos corre el riesgo de destruir el conjunto. La inteligencia de la concepción de Hampe (llevada adelante por Matías Cambiasso) consiste, en ese sentido, en entender que la tensión de esos elementos es, precisamente, la que otorga densidad a la obra desde el punto de vista teatral.
Con un buen trabajo de iluminación, la puesta ofreció una mirada tradicional pero ajustada de uno de los títulos más clásicos del repertorio clásico, a pesar de algunas deficiencias en la concreción, como los ruidos producidos por el coro al subir a un puente para cuya fabricación (elección de materiales inadecuados, falta de alguna clase de amortiguación), no se tuvo en cuenta, obviamente, la función que debería cumplir. El coro (sobre todo el masculino, encargado de la parte de los sacerdotes) sonó desajustado, destemplado y falto de fraseo. La orquesta, dirigida por Oliver von Dohnanyi, sonó, por su parte, sin matices y evidenció un trazo bastante tosco para los pasajes ornamentales, sin distinguir entre notas de llegada o de partida ni entre sonidos principales y de paso, lo que constituye uno de los rasgos esenciales del estilo mozartiano. Entre los cantantes se destacaron Simona Houda-Saturova, de bello timbre, buen fraseo y sumamente dúctil en lo actoral, y Hernán Iturralde, no sólo impecable en su parte, con color homogéneo y musicalidad precisa, sino divertido y con gran soltura en la escena, hasta el punto de hacer reír al público con chistes en alemán. Laura Rizzo, encargada de la endiablada parte de la Reina de la Noche (escrita para una cantante casi inexistente, una especie de hipotética soprano tan dramática como ligera), mostró afinación impecable y colocación perfecta para los sobreagudos pero un fraseo un tanto mecánico y, en la primera de sus arias, una tendencia muy marcada a enlentecer los pasajes de coloratura. Tanto en las damas de la noche (tres buenas cantantes pero fuera de papel) como en Monostatos y Sarastro (ni Peroni ni Debevec Mayer corresponden exactamente al registro de sus personajes) se evidenciaron errores de casting. Kaasch, por otra parte, mostró oficio y años de experiencia (demasiados) para suplir carencias vocales en un Tamino que podría haber sido, sin dificultad, el padre de Sarastro.

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