Vie 21.05.2004

ESPECTáCULOS  › LOS TEATRISTAS HUGO ALVAREZ, LINDOR BRESSAN Y MIRIAM LEBENAS

Una obra sobre maltrato infantil

La obra Feliz cumpleaños, de Alvarez, inaugura una nueva sala, Mascarazul, el mismo nombre del grupo que integra desde hace años junto al actor Lindor Bressan y la directora Miriam Lebenas.

› Por Hilda Cabrera

En uno de esos regresos de la memoria a los tiempos en que, en los barrios, quienes coincidían en sus cumpleaños los festejaban juntos, el autor y director Hugo Alvarez urdió una historia en la que ese recuerdo se une a otro menos feliz, el maltrato familiar, tema tabú en el teatro local para niños, y en alguna medida también en el destinado a adultos. Quizá por eso decidió, formando equipo con el actor Lindor Bressan y la directora Miriam Lebenas, inaugurar la sala que conducen los tres con una pieza que abarca ese problema. La obra es Feliz cumpleaños y apunta a un público adulto. Este trabajo –que se presenta viernes y sábados a las 21.30, en el flamante Teatro Mascarazul (también nombre del grupo), de Corrientes 5965– es consecuencia de una realidad que conmovió desde siempre a Alvarez. “Quiero señalar el desamparo en que viven millones de niños en el mundo, olvidados por sus padres y por las autoridades que deberían protegerlos”, puntualiza este artista, en diálogo con Página/12, al igual que Lebenas y Bressan (últimamente actor en Son palomas, de Daniel Fernández, una reflexión escénica sobre el genocidio armenio). Alvarez fue un exiliado en Suecia durante la última dictadura militar. De ahí el apoyo que esta nueva sala recibe, además de Proteatro, el INT y el amadrinamiento de la actriz Norma Aleandro, de una institución sueca. El grupo Mascarazul lleva trece años de actividad. En 1991 estrenó La empresa perdona un momento de locura, del venezolano Rodolfo Santana, en el Kulturhuset de Estocolmo. Se ofreció en sueco, dirigida por Alvarez, quien domina ese idioma, así como también las claves del teatro infantil: su puesta de Historia de un pequeño hombrecito (versión libre de una teatralización de los actores Tomas von Brömssen y Lars Eric Brossner, basada en un cuento de Barbro Lindgren) recorrió Europa y América.
–¿Qué significó en lo personal el exilio?
Hugo Alvarez: Yo no viví el exilio en Suecia como un drama personal. Era consciente de por qué salí del país: había trabajado como actor en la versión fílmica de Operación masacre y Los traidores. No soy ingenuo: sabía lo que hacía, y eso me salvó de la tristeza en la que cayeron otros exiliados. En los veinte años que estuve en Suecia, sobreviví bien. No me quejo. Aprendí el idioma, pero siempre pensé en volver. Trabajé como bibliotecario en el Instituto de Cine y eso me convirtió en privilegiado. Me relacioné con mucha gente y pude formar un grupo de teatro.
–¿Están de acuerdo en que el maltrato es un tema tabú en la escena local?
H. A.: Pude comprobarlo en las reacciones a la puesta que hice el año pasado de Los hijos de Medea, sobre los padecimientos de algunos chicos de padres separados.
Miriam Lebenas: El maltrato está en todas partes, y en ese sentido el teatro no lo refleja con frecuencia.
Lindor Bressan: Nuestra sociedad prefiere, en general, mirar para otro lado. En Feliz cumpleaños, mi papel es el de un padre violento, un desempleado, quizás uno de esos a los que se llamó “la mano desocupada de la dictadura”. Es un violento que no se asume, que repite el modelo que recibió y hasta es capaz de demostrar que no es sino una víctima.
–¿Qué implica tener sala propia?
L. B.: Estuve exiliado en España durante casi ocho años. Compartí ese tiempo con gente valiosa, entre otros, Susana Viau. A Hugo lo visité en 1983, cuando él organizó una muestra de teatro en el exilio, en Suecia, donde participaron también grupos de artistas chilenos y uruguayos, pero lo conocía de antes, de 1974, en Perú. Mis primeros trabajos fueron en Córdoba, mi ciudad, en el Libre Teatro Libre, de María Escudero. Allí estaba también Arístides Vargas, que acabó instalándose en Ecuador. Todos fuimos viajeros y tenemos conciencia de lo que significa un lugar propio.
H. A.: Cuando se tiene un espacio, uno se salva de los condicionamientos y rechazos de los propietarios de sala. Pienso en las obras que padecieron una total incomprensión, como Nunca entregues tu corazón a una muñeca sueca, de Rodolfo Santana, que pusimos en Buenos Aires en 1997. Allí se hablaba de canibalismo social, algo que se estaba practicando en ese momento, pero pocos lo entendieron así.
M. L.: Tener un lugar nos permite organizarnos mejor y anticipar un programa de actividades. Después de Feliz cumpleaños, presentaremos Pervertimento, del valenciano José Sanchís Sinisterra; El jardín de los cerezos, de Anton Chéjov; Historia de un pequeño hombrecito y Barbie Borsht se confiesa, que es un espectáculo mío sobre textos de Marta Wolf. Trata de la relación de una madre y su hija. Me interesan los temas que involucran a la comunidad judía. Escribí una obra sobre los conventillos de Villa Crespo, barrio en el que vi actuar por primera vez a Hugo. Fue en el Teatro Mitre, entonces muy popular. Lo recuerdo en una obra que dirigió Max Berliner. Nuestro deseo, con Mascarazul, es, además de ofrecer nuestras producciones, convocar a los amigos de la sala y del barrio, creando talleres de actuación para adolescentes.
–¿Cómo fue, para los que debieron irse, la vuelta al país?
H. A.: El exilio causa dolor, pero abre la cabeza. Yo nunca hubiera imaginado que aprendería sueco. Uno se tira al vacío, porque no tiene otra salida. Si no lo hace, ni desarrolla todas sus capacidades, está perdido. Al regresar, me encontré con una sociedad en general bastante insípida y profundamente conservadora.
L. B.: Fuera del país, uno se enfrenta con lo mejor y lo peor de sí mismo y de los otros. Yo no tuve la suficiente madurez para adoptar lo diferente. Durante muchos años peleé por lo que creía que se debía pelear en este oficio, por el teatro político y los trabajos de creación colectiva. Tardé en darme cuenta de que eso no le interesaba a nadie. Me empeciné, y no pude tomar lo que me podía ofrecer Europa. Siempre quise pertenecer a un grupo; por eso, ahora, la creación de un equipo y la posibilidad de dirigir un teatro como Mascarazul me llena de alegría.

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