ESPECTáCULOS
› “LA SEÑORITA DE TACNA”, DE MARIO VARGAS LLOSA, EN EL TEATRO MAIPO
El amor frente al paso del tiempo
Norma Aleandro, Ernesto Claudio y Beatriz Spelzini se lucen en esta nueva puesta sobre la historia clásica del autor peruano.
› Por Hilda Cabrera
No es que esté “chorreando el mundo” –como dice la casi centenaria Mamaé–, sino que es ella la que está orinándose. ¿Qué historia de amor se puede crear a partir del recuerdo de una viejecita como ésa? Su cerebro no coordina tales necesidades. La erosión que producen el paso del tiempo y los años de infelicidad no ha aplastado sin embargo la socarronería de esta anciana que se mete en la fantasía de Belisario, aspirante a escritor. Nieto de Carmen –prima de Mamaé, apodo de Elvira, la que quedó soltera por un desengaño amoroso–, el joven estudia para abogado, profesión que en realidad no le interesa, pero que su familia, de costumbres provincianas y en otro tiempo propietaria de tierras, supone que la sacará de la ruinosa situación económica en que se debate. Como aquella viejecita, Belisario tiene la cabeza “llena de grillos”, de ideas fantasiosas, de poesías. Es el alter ego de quien lo ha convertido en personaje: el escritor, ensayista y dramaturgo Mario Vargas Llosa.
El mismo autor se pregunta, reflexionando sobre La señorita de Tacna, cómo y por qué nacen las historias, en un artículo fechado en marzo de 1980, en Washington, e impreso en el programa que se ofrece al público que asiste a las funciones del Maipo. La actriz Norma Aleandro es aquí Mamaé y Elvira, la bella y pudorosa muchacha que se enamoró de un oficial chileno en la Tacna ocupada durante la Guerra del Pacífico. En ese ambiente, Elvira encandila a poetas e incluso a negros que se arriesgan a colarse en fiestas de la burguesía. Su drama sentimental nace del anhelo de ser amada con dulzura en época de guerra y derrota, violencia y pobreza.
En este nuevo montaje de La señorita... –estrenada en Buenos Aires en 1981, también con Aleandro en el papel de Elvira/Mamaé, pero dirigida entonces por el fallecido actor Emilio Alfaro, a quien se dedica este trabajo–, la actriz profundiza su composición al punto de otorgarles rango universal a las huellas que el paso de los años deja en su personaje. Ese despegue de lo anecdótico otorga mayor hondura a lo que se cuenta respecto de la soledad y de lo que se cree perdido para siempre. La puesta de Oscar Ferrigno (hijo) señala ese paso del ayer al presente, y de éste hacia el pasado dentro de una atmósfera de irrealidad, de modo que el habla cotidiana y los monólogos interiores fluyen sin trabas, aun en los contrapuntos de humor y melancolía, distanciamiento y pasión.
Cada integrante del elenco tiene por lo menos una secuencia en la cual puede destacarse. En este aspecto, el montaje se atiene al teatro de “figuras”. El rol de Mamaé/Elvira es tan importante como el de Belisario (Ernesto Claudio) o la prima Carmen (Beatriz Spelzini). La ironía es un rasgo saliente en esta obra: resultan graciosas, por ejemplo, las observaciones de Mamaé sobre la aceptación de que cholos y negros canten y bailen en las misas. “Gracias a la religión” y a las peregrinaciones a las iglesias, las muchachas blancas “tenían siempre algo para hacer”. Es diferente en la vejez, cuando perdida ya la memoria poco importa discutir sobre la existencia de Dios o del “más allá”. Como dice el abuelo Pablo (Julio López), “no vamos a discutir por tan poca cosa”.
Estos sarcasmos denuncian un trasfondo de discriminación y violencia, de culpas y pecados, corporizados en personajes como el de la señora Carlota o el de una india (los dos papeles son compuestos por Carolina Peleritti). No quedan dudas de que la geografía y la atmósfera de esta obra son bien conocidas por Vargas Llosa, quien nació en Arequipa en 1936, pasó su infancia en Cochabamba (Bolivia) y luego en Piura y Lima hasta su viaje a Europa. Fue en 1959, cuando obtuvo una beca para estudiar en España y publicó una primera compilación de cuentos bajo el título de Los jefes.
El mundo que rodea a La señorita de Tacna es en gran medida el de las tentaciones y los castigos, y el de las “realidades” convertidas en “mentiras” por quienes se dedican a la literatura. Ese peculiar universo se descubre, aun con sus diferencias, en otras piezas del autor peruano, editadas en su totalidad. La primera fue una pieza de adolescente, La huida del inca (de 1952), y luego Kathie y el hipopótamo, estrenada en Caracas, en 1983; La Chunga, de 1986, montada en Lima, y en 1996 en Buenos Aires; El loco de los balcones (sobre un anciano profesor italiano obsesionado por recuperar los derruidos balcones coloniales de Lima, mientras en la ciudad se multiplican los pobres), estrenada en 1993, en Londres; y Ojos bonitos, cuadros feos (el feroz enfrentamiento de un crítico de arte con un joven marino que desea vengar a su novia, una pintora denostada por el crítico), puesta en 1996, en Lima. En Buenos Aires se realizó además una traslación escénica de su novela Pantaleón y las visitadoras (en el Alvear), donde se pone en ridículo al ejército peruano que, asentado en la región amazónica, es servido por prostitutas.
Subnotas