ESPECTáCULOS
Una ópera en el desierto, con víctimas y victimarios
Fuego en Casabindo, una adaptación de Eduardo Rovner y Bernardo Carey sobre una novela de Héctor Tizón, lleva a la lírica la historia reciente argentina, instalada en un paisaje jujeño.
› Por Diego Fischerman
La novela breve Fuego en Casabindo, escrita por Héctor Tizón en 1969, construye una especie de metafísica de lo árido. Si bien allí se narra un hecho concreto, una batalla en un paraje de Jujuy, cercano a la Quebrada de Humahuaca, y se hace referencia al mito según el cual víctima y victimario deben reconciliarse antes de que el alma del primero abandone su cuerpo, la escritura hace que sea el desierto el que se apodere de la trama, por encima de cualquier clase de localismo. Sobre ese texto, Rovner y Carey escribieron una adaptación teatral. Lo que queda de la obra de Tizón es una serie de contingencias. El resto, ese aliento poético situado más allá de la narración, no resistió el paso al drama y, mucho menos, a la ópera.
En la versión de Maragno y sus libretistas se trata de una historia bastante plana, donde el fantasma de un coya muerto persigue al Mayor López –su asesino– hasta volverlo loco. Las alusiones a la historia reciente –muertos sin sepultura, desaparecidos, asesinos sin justicia– no alcanzan, en todo caso, para dotar de interés a un drama lineal, repetitivo y con graves carencias desde el punto de vista de la fluidez. La música, con climas bien logrados, una orquestación liviana y con momentos exquisitos, como el acompañamiento de glockenspiel en el canto de la niña (en el prólogo), el uso colorístico del arpa y las zonas de canciones, como la habanera estilizada que canta la amante del Mayor, es, sin duda, lo mejor de la ópera. Con un lenguaje ecléctico, que no desdeña lo melismático, lo francamente lírico, las alusiones al contrapunto bachiano y lo modal, junto a pasajes más tenues y disonantes, Maragno, en esta obra póstuma, demostró, en particular en la escritura para coro, su indudable oficio. Luciano Garay, excelente como el Mayor, y Carlos Duarte como el coya Doroteo, junto a Patricia Gutiérrez en el papel de la amante del militar, estuvieron a la altura del desafío y compusieron personajes creíbles, comprometidos con la escena además de vocalmente correctos. Lucila Ramos Mañé, a cargo del fundamental papel de la madre de Doroteo, en cambio, en la función del estreno no convenció con su timbre ni con el caudal de voz y tuvo una afinación errática.
El equipo de Alejandro Tantanian, Oria Puppo y Jorge Pastorino compuso una puesta imaginativa e inteligente, basada en un plano inclinado (dividiendo a su vez dos planos de acción, el superior y el inferior, reservado respectivamente al mundo exterior y a la casa del coya y su madre), algunas proyecciones (de tamaño variable, sobre el fondo de la escena) y una iluminación sumamente cuidada. Sin embargo, algunas desprolijidades notorias empañaron el resultado final. La escenografía dejaba flancos sin cubrir, por los que podían verse a Lucila Ramos Mañé arreglándose los zapatos y a integrantes del coro (que cantaba fuera de escena) paseándose por ahí. Los cables con los que en determinado momento debía subirse parte de la escenografía, iluminados de frente, brillaban más que los propios personajes de la ópera. Algunas de las proyecciones sólo podían verse desde el centro de la sala y acciones como las de la niña con un maniquí, situadas en el plano superior pero a ras del suelo, eran invisibles desde la platea. Y, además, las voces de los técnicos, dando indicaciones, y las de los integrantes del coro, charlando mientras no cantaban, se oían con facilidad desde la platea. Para rubricar el descuido, durante la primera parte fueron visibles, en la izquierda de la escena, un operario con su escalera y, a la derecha, un señor ataviado con remera roja que miraba cómodamente la obra desde las bambalinas.