ESPECTáCULOS
› ADIOS A NINO MANFREDI, UN ACTOR FUNDAMENTAL DE LA PANTALLA ITALIANA
Cuando la risa se transforma en lágrima
Junto a Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman y Alberto Sordi, fue uno de los pilares de la commedia alla italiana, actor de una gran sensibilidad y protagonista de films de profundo impacto popular, como Nos habíamos amado tanto, Pan y chocolate y Feos, sucios y malos.
› Por Luciano Monteagudo
En 55 años de cine, hizo más de 110 películas, la mayoría como protagonista absoluto, pero uno de los primeros personajes que saltan a la memoria cuando se piensa en Nino Manfredi –muerto ayer a la mañana en Roma, a los 83 años– es aquel entrañable Antonio de Nos habíamos amado tanto, el triste enfermero de un hospital público de la capital italiana que, a diferencia de sus viejos compañeros, partigiani de la Resistencia, con quienes había soñado una sociedad nueva, mejor, no había caído en el cinismo ni la impotencia, sino apenas en la rutina gris de una vida mucho menos apasionante de lo que prometía ser. Allí Manfredi –que compartía cartel con Vittorio Gassman y Stefania Sandrelli– encarnaba al hombre común, al italiano como tantos otros, en una cuerda melancólica y hasta dramática que sabía pulsar tan bien, con tanta precisión, como la caricatura más feroz o el costumbrismo más desopilante. En ese sentido, la amplitud de su registro era proverbial y sólo comparable con el de Tognazzi, Gassman y Sordi, sus compañeros de ruta en los años de oro de la commedia alla italiana. Todos ellos hoy han desaparecido y con Manfredi se fue –como lo definió la prensa italiana– “el último de los mosqueteros”.
El teatro, el doblaje, la radio, la revista musical, los shows televisivos, todo lo probó Manfredi y en todas las ramas del espectáculo dejó su marca, pero fue el cine el que le dio la oportunidad de llegar a todos los públicos. Y él lo retribuyó siempre con algunas de las mejores interpretaciones que conoció la pantalla italiana. Como sucedía con sus amigos y colegas, Manfredi nunca pareció cuidar mucho su carrera y se brindaba a todo aquello que saliera de Cinecittà: lo bueno, lo malo y lo feo. Pero en cada película –al margen de su presupuesto, su director o el grado de su ambición–, Nino aportaba una nobleza que le era propia, que llevaba en su personalidad en apariencia expansiva, pero a la vez sensible, reservada. Mucho menos histriónico que Gassman y sin la tendencia a la lágrima fácil del Albertone Sordi, Manfredi supo transitar un camino seguramente menos rutilante, pero en muchos casos más profundo.
De origen humilde, nacido el 22 de marzo de 1921 en Castro di Volsci (región de Roma), Saturnino Manfredi se diplomó en derecho, para satisfacer a sus padres, antes de dedicarse al teatro. A mediados de los años ’40, se formó en la Academia Nacional de Arte Dramático de Roma y trabajó en el célebre Piccolo Teatro de Milán, destacando al principio de su carrera en papeles del repertorio clásico teatral, de Shakespeare a Pirandello. “El Pi- ccolo de Milán era como un templo, arte puro. Me fui porque allí no podíamos reír”, recordaría años después en una entrevista.
Sus comienzos en el cine también fueron modestos, siendo relegado a menudo a doblar las voces de actores extranjeros. Tuvo que esperar hasta 1959 para obtener su primer gran rol en L’impiegato (El empleado), de Gianni Puccini, película de la que también fue guionista.
La década del 60 lo encontró en su mejor momento. Después de participar en una continuación de Los desconocidos de siempre que dirigió su amigo Nanni Loy y de contribuir a filmes de Vittorio De Sica (El juicio universal) y Luigi Comencini (A caballo del tigre), Manfredi salta fugazmente a Madrid, convocado por Luis García Berlanga, y se convierte en el inolvidable protagonista de El verdugo (1963), uno de los más perdurables clásicos del cine español y una auténtica cumbre del humor más negro, donde interpreta al renuente sucesor del viejecillo (impagable José Isbert) encargado de retorcer con el garrote el pescuezo de los condenados. De regreso a Italia, y bajo las órdenes de Lina Wertmüller, hace el tour de force de encarnar cuatro personajes diferentes en Ahora hablamos de hombres (1965), brilla en El año del señor (1969), de Luigi Magni, y le regala a Dino Risi una de sus más sutiles interpretaciones, como el solitario homosexual de uno de los mejores episodios de Veo desnudo (1969).
Por esa época comienza a probarse también como director, primero con La aventura de un soldado, episodio del film colectivo Amores difíciles. Y en 1970 se consagra en el Festival de Cannes con Por gracia recibida, una vitriólica invectiva a las instituciones religiosas que le valió el Premio a la mejor opera prima. Manfredi volvería a sentarse detrás de la cámara recién una década después, con Desnudo de mujer (1981).
Los ’70 también serían fundamentales en su carrera. En Pan y chocolate (1973), de Franco Brusati, retrata las humillaciones y los padecimientos de los italianos que deciden emigrar a Suiza en busca de mejores horizontes, para terminar refugiados como animales en un gallinero. Y luego Ettore Scola, sabiendo de su versatilidad, lo convoca primero para Nos habíamos amado tanto (1974) y luego para otra de sus cumbres, Feos, sucios y malos (1976), un retrato impiadoso del lumpen-proletariado de los suburbios de Roma.
En los años ’80, regresó al teatro como autor, director e intérprete en Viva gli sposi! y Gente di facili costumi. Y en los ’90 trabajó también para la pantalla chica, en dos series, Un comisario de Roma y Linda y el brigadier. Su último largometraje, La luz prodigiosa, del director español Miguel Hermoso, será presentado en la próxima Mostra de Venecia, a fines de agosto, donde Nino Manfredi debía recibir el Premio Bianchi por toda su carrera. “Manfredi nos hizo reír, eso es lo que cuenta”, decía modestamente de sí mismo, a modo de prematuro epitafio. Hizo eso, que no es poco. Y también mucho más.
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