ESPECTáCULOS
› “AY JUANCITO”, DE HECTOR OLIVERA, CON GUION DE JOSE PABLO FEINMANN
Apogeo y caída de un galán de Junín
El director de La Patagonia rebelde y el libretista de Eva Perón posan su mirada sobre un personaje marginal, pero no por ello menos representativo del folklore peronista: Juan Duarte, hermano de Evita.
› Por Horacio Bernades
“¿Cómo me van a acusar de afanar si todo lo que tomé es del Estado y yo soy el hermano del Estado?”, brama Juan Duarte, clavado entre el cinismo y la candidez total. Hermano de Evita y secretario privado del presidente Perón, en él la oposición ve a la encarnación misma de la corrupción oficial. Para frenar el reclamo opositor, el General necesita hacer caer un alfil. ¿Qué pieza más débil, más fácil de derribar, que ese secretario general de la Presidencia, un calavera sin otra representatividad política que la que dan los lazos de sangre? El nepotismo, la apropiación del Estado como bien personal y un ejercicio del poder entendido como farra y dilapidación son algunos de los temas que Héctor Olivera y José Pablo Feinmann abordan en Ay Juancito, segunda pieza del díptico sobre el primer peronismo que el guionista abrió, casi una década atrás, con Eva Perón.
Si aquélla entrañaba una visión política de Perón y Evita en su etapa canónica, lo que aflora ahora en Ay Juancito es el pleno folklore justicialista, narrando el peronismo no desde la calle o el balcón, sino desde un palco: el del Tabarís. Ex vendedor de jabones guapetón y dispendioso, Juan Duarte parece una suerte de Isidorito peronio, y es justamente esa zona –en la que un populismo de estancias y descapotables intenta mimetizarse con cierto dandismo bacán– la que el film de Olivera-Feinmann ilumina con luz sesgada, abierta sin duda a la polémica.
Si en las primeras décadas del siglo los cajetillas tiraban manteca al techo, ahora –cuando las bóvedas del Banco Central desbordan de lingotes de oro– es el turno de los arribistas de medio pelo, que aprovechan para levantarse minas en el dancing. Entre ellos, Juancito (el debutante Adrián Navarro, pintado para el papel), que baila al ritmo de Alberto Castillo y las orquestas tropicales.
Palco y minas, Juancito las comparte con un insospechable socio de juerga, el Dr. Héctor J. Cámpora (Alejandro Awada, en duelo de bigotitos anchoa con Navarro). Sí, el mismo Tío, sonriente y buenazo, de cuya mano, veinte años más tarde, los Montoneros intentarían llegar al poder.
Entre las mujeres de Juancito, dos llevan la voz cantante, expresando la disociación entre su mundo de pertenencia y el de arribo. Ambas actrices, pero de muy distintos orígenes e intenciones. Rubia mundana y refinada, Alicia Dupont (Inés Estévez, justísima en un papel que, según dicen, evoca a Elina Colomer) sostiene, con elegante procacidad, que “Juancito irá a rezar a muchas capillas, pero cuando necesita ver a Dios, viene a la Catedral”. La capilla más sólida que construye Juancito lleva por nomme de guerre Yvonne Pascal, y acá el personaje de referencia sería la célebre Fanny Navarro.
Como un guante le sienta a Leticia Brédice no sólo el vestido de Yvonne, sino también su personalidad de arribista, dispuesta a llegar saltando de cama en cama. “¿Qué quiere insinuar con este banquito, que tengo poco culo?”, le enrostra, cual Catita guaranga, a alguien que le ofrece un asiento demasiado estrecho.
Mientras que Alicia Dupont parece escapada de una screwball comedy de los 40, la Pascal –mandona, fanática y bocasucia– parecería casi el reflejo de Evita en el espejo del gorilismo. Las vísceras que Brédice pone en el asunto compensan a la inauditamente inadecuada Evita de Laura Novoa, sin duda la más desvaída que se haya visto jamás (a su lado, el Perón de Jorge Marrale es apenas una prótesis nasal y unos gestos ligeramente reconocibles).
Sacándole el jugo a la arqueología indumentaria emprendida por el vestuarista Horace Lannes (sobreviviente de aquella época) y a la lucidez del escenógrafo Santiago Elder, que diseñó interiores de comedia de teléfono blanco (lo cual resulta de lo más pertinente, ya que ése es el mundo en el que viven los personajes), la puesta en escena de Ay Juancito parecería correr todo el tiempo detrás del muy afiatado guión, dándole caza de a ratos.
Con una peligrosa tendencia a un estatismo y frontalidad de raíz teatral, la película de Olivera tiene el enorme mérito de ir de menor a mayor. Al comienzo le cuesta un montón dejarse arrastrar por el exuberante brillo cabaretero del protagonista. Pero a partir del momento en que el cuñadísimo cae de la gracia del General –y, de la mano de la sífilis, su mundo de confeti se va tornando oscuro–, el hermano mayor de los Duarte adquiere una dimensión trágica que lo convierte, casi, en una Margarita Gautier alla argentina. Con la única diferencia de que no se despide de este mundo con una tos, sino con un disparo. ¿O habrá sido una mano ajena la que lo despidió?
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