ESPECTáCULOS
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Relaciones peligrosas
› Por Luciano Monteagudo
En los primeros minutos de Ay Juancito llama la atención un momento particularmente significativo y de una rara elocuencia cinematográfica. Marzo de 1948. En el cine Gran Rex, se lleva a cabo el fastuoso estreno de Dios se lo pague, de Luis César Amadori. Acompañado de una rubia platinada, Juan Duarte hace su ingreso triunfal a la sala, como si fuera el dueño del circo. Y de alguna manera lo es. El noticiero que precede a la proyección del film lo deja muy claro: allí, entre aplausos de la platea, se ve al arrogante Juancito firmando, en Casa de Gobierno, el lanzamiento del primer Fondo de Fomento Cinematográfico, un subsidio estatal a la producción de cine argentino. Después del estreno, la cita obligada, como cada noche, es en el cabaret Tabarís. Allí, entre el champán, el humo de cigarrillo y el perfume dulzón de las mujeres, un ladero le organiza a Juancito una improvisada reunión entre bambalinas con los zares del cine local, que le piden más recursos para sus películas. “Estos del cine son todos iguales”, dirá después Juancito. “Hablan de elevar el nivel cultural del pueblo, pero lo único que les importa son los mangos.” Y la imagen muestra un momento clave de Dios se lo pague: la mano extendida de Zully Moreno depositando un obsceno fajo de billetes en el harapiento sombrero de un mendigo (Arturo de Córdoba). Un mendigo que, quienes recuerden la película, sabrán que no era tal.
El propio Héctor Olivera, en un reportaje publicado en este diario el domingo pasado, dice haber descubierto esa faceta poco conocida de Juan Duarte en la investigación del personaje y reconoce que ese Fondo de Fomento Cinematográfico es el mismo “con el que, casualmente, filmamos ahora esta película sobre su vida”. Nunca antes el cine argentino había hecho más explícitas ni expresado de una manera tan cruda y autoconsciente las relaciones entre el poder político, los dineros públicos y la industria local.
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