ESPECTáCULOS
El Canario, una síntesis perfecta del verdadero sentir rioplatense
El músico uruguayo encendió al público que llenó dos funciones en el Ateneo, con una exacta dosis de melancolía y baile murguero.
› Por Cristian Vitale
Si existiera la llave maestra para ingresar al misterioso universo del Río de la Plata y revelar de una vez por todas los secretos culturales, musicales, humanos de su parte celeste, seguramente uno de los primeros en usarla sería Wáshington “Canario” Luna. Básicamente porque su búsqueda vital lo legitima, pero también por una cuestión de personalidad: Canario no es un rioplatense más, con sus murgas, carnavales, candombes o vivencias tristes a cuestas, sino un tipo que roza la forma ideal del ser rioplatense. Su música, sus letras, su paso lento y elegante de candomblé, su militancia en los bares de la ciudad vieja, su eterno y natural perfil bajo superan épocas y coyunturas, blancos y negros... y trazan una relación cíclica entre las murgas primitivas y la necesidad de descubrirlas que tienen las nuevas generaciones.
Canario es un nexo invalorable entre aquellos asaltantes con patente “de saludo cordial” de la década del ’20 y quienes hoy buscan su identidad cultural entre mulatos y mestizos. La prueba, concluyente, estuvo el viernes en un Ateneo colmado de jóvenes y viejos, uruguayos y argentinos, totalmente encendidos al compás de, por ejemplo, El cuplé del timbero y su dialéctica de timba, como representación de la realidad: “La gente es toda timbera/ ya verán que no les miento/ fíjense que todavía/ sigue habiendo casamientos”. Dueño de una prosa nostálgica y emotiva (“Cuando pibe con las figuritas / trompos y bolitas yo me entreveré” ), Canario anuda generaciones, las unifica y por eso sus recitales son liturgias populares que no reconocen sexo, poses ni edades.
Hay también un plus inevitable. Este hombre menudo, que sale a escena con sombrero negro y los colores del Frente Amplio pintados en su cara, es capaz de convertir el auditorio en un gran baile, mientras entona versos apesadumbrados y pesimistas que provocarían la envidia del mismísimo Robert Smith de The Cure. Pese a evitar incluir el desgarrador y maravilloso Reír llorando, tal vez con la intención de quitarle dramatismo al repertorio, o de “abolerar” No la quiero más –historia en la que el protagonista no quiere vivir otra vez su vida–, Luna nunca podrá evitar dos clásicos de quebranto rioplatense. “Esta noche no tengo ni quejas/ sin embargo el que llora soy yo” (frase célebre de Brindis por Pierrot) o la apelación al letrista para que se mire en el espejo y se pinte un lagrimón (Que el letrista no se olvide).
¿Cómo ocurre entonces el baile acalorado y festivo ante tanta pesadumbre existencial? Hete aquí la clave que Canario descifró y que resuelve el desconsuelo a pura danza. Además de sostenerse en el swing murguero, la versatilidad del grupo Repique –en manos de Alberto Magnone– y en un coro formidable –Tomás Vera y Daniel “Pela” Núñez–, el fundador de Falta y Resto tiene un plan B consustanciado con las demandas catárticas de su público. Es capaz de transformar el nostálgico tango de Gardel Volver, en una murga ufana, ubicándolo a medio camino entre la tristeza del desarraigo y la alegría de poder bailarlo; revivir muertos como el viejo crack de la selección uruguaya, Jacinto Obdulio Varela (Obdulio), con cambios de ritmo suaves y hasta sensuales; bajar a tierra con canciones “neutras” donde prima la musicalidad (Son de mi Cuba, Alacrán, La Llamada). Ir a lo más recóndito del ser rioplatense –también como una necesidad de introspección– con el muy uruguayo Saludo a los barrios, donde el cantante reivindica una vieja costumbre de tablado: mencionar barrio por barrio. O dar luz a una canción bella en su romanticismo –porque Canario es un romántico al fin– como Balcón.
Desde que dejó Falta y Resto –definida como la murga que renovó el género por despliegue escénico e inspiración compositiva– y se peleó con Jaime Roos, este cantante de voz potente y chillona retomó su perfil de custodio de las tradiciones. Una postura que pareció colarse en la elección del repertorio que presentó en el Ateneo: no tocó ninguna de las canciones nuevas que grabó en el último disco (Por la vuelta, editado en 2000, un año después de su anterior visita al país). El set, al contrario, estuvo mayormente basado en dos discos de la década del ’80: Todo Momo (1986) y Otra vez Carnaval (1989). Y también omitió –¿por cábala futbolística?, ¿por bronca?– temas muy pedidos por el público charrúa como Uruguayos campeones, la antiquísima Vayan pelando las chauchas o Celeste. Lo que no faltó, y esto sí es una constante que atraviesa cualquiera de sus etapas, caprichos o estados de ánimo, fueron las odas a su bebida favorita. En No me manden flores, promediando el recital, firmó su testamento en público: “El día que me muera/ no me manden flores/ mándenme ginebra”. Momo y sus descendientes, agradecidos. Y mareados de tanto baile.