ESPECTáCULOS › ADRIANA AIZENBERG EN “LO QUE HABLO EL PESCADO”
Papeles ni grandes ni chicos
La actriz, que recientemente actuó en El abrazo partido, forma parte ahora de una pieza de teatro independiente, Lo que habló el pescado, de Gonzalo Demaría, quien también es el director.
Por Cecilia Hopkins
Lo que habló el pescado es una pieza inspirada en un caso que sorprendió a la comunidad judía neoyorquina hace 4 años, cuando el empleado de una pescadería declaró que un pescado le había hablado en hebreo acerca de la próxima llegada del fin del mundo. Con este texto de su autoría, Gonzalo Demaría (En la jabonería de Vieytes y Nenucha, la envenenadora de Montserrat, esta última en colaboración con Damián Dreizik) hace su debut como director. Basándose en la información aparecida en el New York Times, Demaría escribió su obra situándola en una pescadería kosher del barrio de Villa Crespo. Regenteado por la madura Ester, el negocio es el lugar donde se produce el encuentro que une en insólito romance a la solterona y Fidelino, un fornido mocetón paraguayo, ex convicto que vive en la calle hasta el momento en que ella le ofrece vivienda y trabajo. Quienes interpretan los roles protagónicos son Adriana Aizenberg –a quien se vio recientemente en El abrazo partido, la película de Daniel Burman– y Luciano Castro, el Omar de Los Roldán. El tercero de los personajes, el enigmático Conrado, está a cargo de Esteban Meloni. La obra, que cuenta con la escenografía y el vestuario de Cristina Villamor y el diseño de iluminación de Gonzalo Córdova es, según describe la actriz, “un proyecto armado a pulmón, encarado con la necesidad de poner toda la energía para que el teatro, una vez más, signifique un aporte para mi desarrollo como persona, para seguir aprendiendo”. Las funciones tendrán lugar en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960), los lunes, a las 21.
“A mí nunca me pudieron encasillar porque siempre hice cosas diferentes –puntualiza Aizenberg en una entrevista con Página/12–. Desde una nena de 8 años (en Las pequeñas patriotas, junto a Norma Aleandro) hasta una vieja de 80 (en la exitosa Venecia, de Jorge Accame) las dos veces, bajo la dirección de Helena Tritek.” En este caso, la actriz santafesina debió interiorizarse en diversas cuestiones relativas a las tradiciones judías, a pesar de que pertenece a una familia de ese origen, con antepasados alemanes, ucranianos y polacos, ya que, según cuenta, “solamente algunas de las costumbres judías, las más comunes, tuvieron vigencia en la familia hasta que murió mi abuelo, porque en mi casa no se vivía siguiendo la ortodoxia religiosa sino que, al ser mi papá el director de la escuela de Bellas Artes de Santa Fe, la mía era una casa abierta a la cultura en general, por donde pasaban todos los artistas e intelectuales que visitaban la ciudad”. Así entonces, Aizenberg comenzó a estudiar su personaje visitando varias veces por semana una pescadería que vende mercadería según las reglas kosher (conjunto de preceptos de la ortodoxia judía relacionados con la matanza y preparación de animales para su consumo) por las cuales sólo se permite la venta de pescados que presenten intactas sus escamas y aletas. Allí aprendió los modos de filetear cada pieza y cómo tratar a los clientes con propiedad, además de presenciar la fiscalización del trabajo de los empleados por parte del rabino a cargo. Es que la cultura judía (en rigor, todo lo relativo a la identidad y la supervivencia del pueblo judío) está presente de principio a fin en la obra de Demaría: uno de los motivos principales de la atracción que siente el joven Fidelino hacia la solterona es, precisamente, la intensa relación que ella mantiene con sus tradiciones, fuente de una vitalidad y una alegría contagiosas. Según la actriz, “ellos son dos solitarios que se entienden y solidarizan y que, finalmente, se atraen por pertenecer a mundos distintos”. Aunque también hay cuestiones que los acercan: “El viene del infierno, de estar preso en cárceles inhumanas, y ella tiene muy presente que la matanza de los judíos es una cuestión atávica”. En cuanto al tercero en discordia, Conrado, “el malo”, es quien viene a proponer un juego de espejos con la historia bíblica que protagoniza Ester al impedir la matanza de los judíos en Persia, ocasión que dio origen al Purim (que significa suerte, en hebreo), una fiesta en la que los judíos se disfrazan, comen y beben”, dice Aizenberg en relación con uno de los últimos libros del Antiguo Testamento que fue aceptado como canónico por parte de judíos y cristianos. Allí se describe el complot urdido por el ministro Amán en contra de los judíos del Imperio Persa del siglo V a. C., por entonces regido por el rey Asuero (Jerjes I), casado con la judía Ester, quien logra la revocación del edicto que autorizaba la masacre.
Para la actriz, “Ester es un gran papel, uno de esos roles que significan un compromiso físico y emocional muy grande”. Al referirse a su carrera actoral, Aizenberg hace un repaso de las puestas en las que participó sin realizar ninguna distinción en función del modo en que fueron producidas, si tuvieron o no un éxito comercial. La actriz solamente habla de dedicación y compromiso con la tarea, una forma de encarar el teatro que tomó directamente, según cuenta, de su paso por el movimiento de teatro independiente “en uno de sus últimos coletazos”. Recién recibida de maestra, Aizenberg se mudó a Buenos Aires para estudiar Arquitectura, pero aquella decisión se mantuvo apenas un año, porque enseguida se dedicó al teatro: “Así agarré la última etapa del teatro independiente; estuve dos años en el grupo Fray Mocho haciendo de todo, desde la boletería hasta el vestuario, además de interpretar obras de Chejov, Sartre, Gorki, Molière, textos dificilísimos para mis 18 años... Tal vez me ponían en todos los papeles solamente porque hablaba fuerte y tenía buena dicción”. Y aunque durante mucho tiempo la actriz criticó esa forma de trabajar principalmente fundada en la experiencia directa, afirma que años después supo reconocer los beneficios adquiridos durante esa época. Junto al director Augusto Fernandes, la actriz inició una segunda etapa de formación y producción (en los ‘70 participó del mítico montaje de Peer Gynt, de Ibsen, que el director llamó La leyenda de Pedro, y muchos años después, de su polémica puesta del Fausto, de Goethe), pero una vez que se multiplicaron las oportunidades, las giras internacionales y las muestras de reconocimiento, Aizenberg no dejó de anteponer el rigor de trabajo a otras cuestiones: “Yo actúo en teatros profesionales con el mismo fervor que pongo en obras independientes como Lo que habló..., así como hago papeles chicos con la misma energía que un rol protagónico. De modo que tengo el gusto de decir que fui haciendo todo a su debido tiempo y que nada me quedó ni grande ni chico”.