Mar 14.09.2004

ESPECTáCULOS

El secreto de bailar para que los corazones no se vuelvan de piedra

El coreógrafo y bailarín Luis Garay presenta un espectáculo con dos de sus obras, basadas en textos escritos en prisión por Oscar Wilde.

Por Analía Melgar

En el origen están los textos de Oscar Wilde. Y sobre ellos, Luis Garay, joven bailarín y coreógrafo, presenta durante septiembre un programa integrado por dos obras de su compañía de danza contemporánea Proyecto Q: ¿? (Quién es quién) y Quiérame. El espectáculo se estrenó en la Sala Bianco del Centro Cultural General San Martín y continuará los próximos 17, 18, 19, 24, 25 y 26, en la Sala Contemporánea del Centro Cultural Recoleta (Junín 1930). Garay tiene apenas 23 años. Dejó su Bogotá natal en 1999 y se radicó en Buenos Aires para formarse en el taller de danza del Teatro San Martín. Esa experiencia de mucha exigencia muscular y mental no sólo le enseñó a manejar su propio cuerpo. También le señaló que allí no estaba su lugar sino en otros caminos de mayor libertad, por fuera de los circuitos de los ballets estables. Se vinculó con compañías independientes como las de Mariana Belloto, Roxana Grinstein y Miguel Robles. Fue invitado para participar en estudios de Francia, Alemania y Suiza. Hasta que, con once integrantes, finalmente conformó su propia compañía, a la que dio por nombre Proyecto Q.
En el espectáculo, una sombra invisible, de porte elegante y melancólico, con su azucena y su bastón, dicta los fraseos de los bailarines. Es Oscar Wilde. Pero en la hora y media que dura el programa no hay ni un ruiseñor, ni una rosa, ni la estatua deshecha de un príncipe, ni tampoco un fantasma burlado, ni siquiera un retrato envilecido por las acciones de su modelo. El texto que motoriza las creaciones de Garay es De profundis. Con la forma de una extensa carta dirigida a su amante Lord Alfred Douglas, Wilde redactó De profundis mientras cumplía su condena por homosexualidad en la cárcel de Reading, entre 1895 y 1897. Para ¿? (Quién es quién), Garay se basó en un pasaje en el que Wilde advierte: “Los dioses griegos, a pesar de los colores rojos y blancos de sus fuertes miembros, no eran lo que aparentaban”. La cita continúa con una revisión de las crueldades del panteón olímpico. El coreógrafo la detiene allí donde el dandy, condenado al trabajo forzoso de deshacer tejidos en estopa, enaltece la figura de Cristo, como emblema de individualismo y romanticismo, de la transfiguración por el sufrimiento, del arte y la belleza: “Cristo comprendía el pecado y el dolor como algo bello y santo en sí, como etapas de la perfección. [...] Para los griegos, esto era imposible”. Con respecto a la relación texto-danza, Garay reconoce que es posible que el público no establezca una conexión directa entre las frases de De profundis y los movimientos. Lejos de aspirar a una mera ilustración de las palabras de Wilde, sacrifica la obviedad por un estilo críptico. Y se apropia del escritor irlandés para, a partir de su libre adaptación con una estética abstracta, ahondar en temas como la naturaleza de lo individual y las relaciones interpersonales, el ser y la apariencia. Temas no ajenos a un Wilde que murió en 1900, en París, bajo el nombre falso de Sebastián Melmoth con que ocultaba su vergüenza pública. A un Wilde que asume: “La última etapa de la sabiduría consiste en imbuirse de lo insondable del alma humana. Nosotros mismos somos el misterio final”.
El resultado de la investigación de ¿? (Quién es quién) tiene una calidad impecable. Los intérpretes —se destacan Virginia López y el propio Garay-, precisos, exactos, en todo momento están atentos a una marcación coreográfica ajustada, sin espacios vacíos, siempre dinámica. Lo más elogiable es la disponibilidad de los cuerpos. Su preparación intensa les otorga confianza absoluta en los límites físicos. Se entregan a posturas fuera de eje que amenazan con los 45º y a caídas tan intempestivas como violentas, un vuelo rasante en fracción de segundos. La obra comienza fuera de la sala. Allí, los personajes regalan fragmentos de cartulina roja a cada ingresante. Durante toda la representación, pedazos similares pululan sobre las tablas. Interpretaciones: varias, a elección del consumidor. La danza, mayormente sin música, se estructura en tres escenas. La primera es el combate de tres mujeres que se disputan el lugar de una silla. Su nerviosismo se evidencia a través del ritmo de sus tacones lejanos, unas plataformas desde donde miran por encima a las rivales. Luchan por diferenciarse, distinguirse y reconocerse. López, cuya presencia otorga unidad a la pieza, funciona como un vano intento de resolver tanta contradicción. En la segunda escena, suena una pianica que recuerda la banda de sonido de Amélie, se explota la totalidad del espacio escénico y se enfatiza el contacto físico: toques, tomas, choques y rodadas se suceden. Otra vez, López viene a disolver el caos y las tensiones. El conflicto se centra también en el calzado, ahora de hombre. La cuestión es descubrir cuál es el zapato propio. La tercera escena trae al violinista Marcelo Lupis quien juega a disputar el protagonismo a los bailarines, a desdibujar y confundir los roles. ¿? (Quién es quién) goza de ese tono característico en los textos de Wilde, una fina ironía, una mueca graciosa y dolorosa que no desaparece en De profundis donde, con referencia a los convictos, dice: “Somos los bufones del dolor. Somos payasos con el corazón destrozado”.
La dinámica de Quiérame se opone a la obra que la precede. En el imperativo que titula esta coreografía más calma, está ese clima intimista de la carta prisionera a Alfred Douglas, ese pedido de afecto y respeto. Los movimientos se ralentan y dejan paso a una narración sobre los encuentros entre los seres humanos. El trabajo de dúos, recortados por las luces inteligentemente dispuestas por Pablo Fontdevila, pone el acento en la sensibilidad y el milagro de un abrazo. Y Wilde da la clave: “Lo más terrible no es que se destroce el corazón –pues los corazones están hechos para eso, para que los rompan– sino que el corazón se vuelva de piedra”. La historia de Quiérame se cierra con un encuentro grupal que consigue vivificar ese ideal de amor que tanto gustaba a Wilde: “El amor se alimenta de imaginación, gracias a la cual nos es dado enmarcar la vida en su conjunto y comprender las relaciones reales e ideales de los demás”.

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