ESPECTáCULOS
› UN PERSONAJE CURIOSO, UN DOCUMENTAL NOTABLE
Oscar, un taxista dedicado a la intervención urbana
Sergio Morkin cuenta la historia de un chofer para quien los afiches publicitarios son todo un desafío artístico.
Por H. B.
“El problema es que la gente toma a la publicidad como algo natural, ni se le ocurre reaccionar frente a los avisos. Sería buenísimo que cada uno reaccionara, que se pusiera a pintar las propagandas callejeras como se le cante.” Also sprach Oscar Brahim, que no es un teórico de los medios sino un simple taxista. Ese es al menos el que modo en que Oscar se gana la vida. Sin embargo, aquello que lo consume, la actividad a la que se entrega de cuerpo y alma, a la que le dedica la mayor (y mejor) parte de su tiempo es muy otra. “Soy un diseñador gráfico en libertad”, se define Brahim, y Oscar, el documental de Sergio Morkin, testimonia los trabajos y los días de este ejemplar porteño absolutamente único. Hasta el punto de que la palabra ejemplar debe ser entendida aquí en su doble acepción: la que designa al representante de una especie (la especie de los hombres libres), pero también la que lo propone como ejemplo a seguir.
¿A qué se dedica Brahim exactamente? A modificar, a mejorar el paisaje urbano, ni más ni menos. Y lo hace solo. En el mejor de los casos, acompañado de su esposa e hijos, como lo muestra esa escena de Oscar en la que el paseo familiar de fin de semana se convierte en una carga colectiva de tachos de pintura, recortes de afiches y pegatina. ¿Cómo mejora Oscar el ambiente que lo rodea? Como todo artista auténtico: robándole tiempo a la mera supervivencia y dedicándoselo al arte. Al arte del cortado y pegado, del dibujo y la pintura, de la intervención urbana. En plena campaña presidencial le pinta a De la Rúa una profética máscara de Hannibal Lecter, un par de años antes de que De la Rúa se convirtiera en Hannibal Lecter. Les pega a los candidatos precios sobre la frente (precios de oferta: $ 2,30 o $ 4,50). Arruina la imagen de Ricky Martin tirándole bombazos de pintura roja, dibuja una familia de penes o hace collages en los que los camellos de Camel fornican entre sí.
“Yo inventé al Super De la Rúa”, dice Ramiro Agulla en el titular de un diario, y allá va Oscar, a reconvertir al superhéroe inventado de la publicidad en el caníbal de la realidad. “Rajemos, que viene la cana”, se dicen Brahim y el humorista gráfico Sergio Langer, que sale una tarde con él a recomponer la polución visual, cultural y política de Buenos Aires. Porque el hecho de que Oscar juegue, asocie imágenes libremente, se divierta y haga travesuras de chico no quiere decir que lo suyo no sea un ejemplo de resistencia individual. Resistencia militante, acérrima. Véase si no la fundamentadísima bajada de línea antipublicitaria que les enrostra a los creativos de Agulla y Bacetti, el día en que los popes de la publicidad lo invitan a un workshop. O su clase magistral en la Facultad de Arquitectura y Diseño, o su charla pública junto al ensayista y politólogo Christian Ferrer en el Instituto Goethe.
Pero también, claro, la bienvenida que le da a la dueña del desordenado departamentito en el que vive, el día que la mujer viene a darle el ultimátum de desalojo. “Tengo preparados todos los billetes”, dice Oscar y los muestra a cámara: son fotocopias láser. A Andy Warhol le habría encantado, aunque difícilmente se hubiera animado a hacerlo.
Laboriosamente filmado a lo largo de tres años, con una iluminación impecable, una cámara ubicada siempre en el mejor lugar (y en el momento justo) y un sentido del ritmo y el compás brindado por el trabajo de media docena de montajistas, el documental de Morkin describe un arco dramático y temporal depuradamente clásico, dándole al espectador la invalorable oportunidad de conocer, familiarizarse y gozar del poseedor de la matrícula municipal 7337.
De paso y de fondo (usando como magnífico contrapunto la música y las informaciones que se oyen en la radio del taxi), Morkin inscribe la peripecia de su héroe en el marco de la caída argentina del año 2001. La quimera del héroe, podría haberse llamado Oscar, con toda propiedad. O también, por qué no, Citizen Brahim.