ESPECTáCULOS
› EL AVIADOR, LA SUPERPRODUCCION
QUE LE QUITO EL SUEÑO A MARTIN SCORSESE
Un héroe a la medida de Hollywood
La biografía cinematográfica de Howard Hughes, que podría darle al director de Taxi Driver su tan ansiado Oscar, es su film más impersonal. Lo que abunda es la manipulación histórica.
› Por Horacio Bernades
Más allá de toda posible desorientación o crisis creativas, todo lo que Martin Scorsese filmó en los últimos tres lustros (desde la que posiblemente sea su última película buena, Buenos muchachos, de 1990) llevaba su firma en el orillo, para bien o para mal. El aviador, con la que el realizador de Taxi Driver y El toro salvaje parece finalmente a punto de saciar su histórica falta de Oscar, es su primera película casi enteramente impersonal. Lo que es peor, casi deliberadamente impersonal.
En lo esencial, nada diferencia a esta biografía cinematográfica de Howard Hughes de cualquier otra biografía que cualquier otro realizador hollywoodense pueda hacer de cualquier otro personaje en cualquier momento. El aviador toma a Hughes en su momento de gloria (entre fines de los años ’20, cuando está por concretar su primera película, The Hell’s Angels, y fines de los ’40, a punto de convertirse para siempre en loco famoso) y refuerza el recorte en base a una serie de tergiversaciones y manipulaciones, destinadas a convertir al personaje en sujeto modélico y ejemplar. Puede disculparse que el guión de John Logan (autor de las igualmente heroificadoras Gladiador y Un domingo gladiador) no haga la más mínima mención –más allá de un único y leve comentario al paso– del racismo, antisemitismo y macartismo militante del dueño de la TWA y el sello cinematográfico RKO. Podría argumentarse, en defensa de Logan, que las dos primeras condiciones no vienen a cuento en la historia que narra El aviador y que la película termina unos años antes de que Hughes comenzara su activa colaboración con la caza de brujas, emprendida a comienzos de los ’50 por el senador McCarthy.
Más difícil de disculpar es la total falta de referencias a los lazos que Mr. Hughes estableció con representantes del nazismo, ya que ellos sí tuvieron lugar contemporáneamente a los hechos narrados en la glorificadora saga de Scorsese & Logan. Encarnado por un Di Caprio que suena más adolescente que nunca, el Hughes de El aviador es un estereotipo largamente trillado por el cine estadounidense: el poderoso lleno de sombras, eventualmente siniestro. Como podían serlo el Charles Foster Kane de El ciudadano, Corleone o el Nixon (y hasta el Alejandro Magno) de Oliver Stone. Pero en la mayoría de los casos citados esos personajes bigger than life se hundían en la complejidad, terminaban devorados por sus propias sombras. Presa del más distorsionador de los simplismos, su émulo es aquí un visionario aeronáutico, un luchador antimonopólico.
Lo primero, vaya y pase: está comprobado que Hughes aportó invenciones esenciales a la historia de la aviación. Pero convertir en héroe anticapitalista a quien amasó su riqueza explotando al prójimo, transando con mafiosos (están comprobadas sus relaciones con Sam Giancana, entre otros) y sobornando a cuanto funcionario se le cruzara (“No conozco una sola persona a quien no pueda comprarse”, afirmó textualmente) constituye no sólo una imperdonable tergiversación, sino que –peor aún, en términos dramáticos– termina dando por resultado una de las más típicas lacras de Hollywood: el canto al triunfador, al representante excelso del american dream.
Basta comparar al Hughes de Scorsese con el Tucker de Coppola para que salte a la vista la condición antinómica de ambas figuras ficcionales, tanto en términos políticos como dramáticos. Mientras que el autor de El padrino creó, en la película homónima, una figura a su imagen y semejanza –un visionario entusiasta y audaz, a quien los representantes de las corporaciones combaten y terminan aplastando despiadadamente–, Scorsese da forma ahora a un tipo cuya única diferencia con las grandes corporaciones (representadas por Juan Trippe, CEO de Panam) es apenas de tamaño. Pero encima el Hughes de Di Caprio termina humillando públicamentea los representantes del poder (Trippe y el senador que compone Alan Alda, en la única actuación meritoria de la película) en audiencia pública. El hombre se gana allí, faltaba más, el muy holly-
woodense aplauso de los “representantes del pueblo”. Y encima, el guión lo premia con una secuencia final en la que logra darse el gusto de su vida, piloteando su avión más soñado.
¿Será este anti-Tucker llamado Hughes el espejo en el que su creador amaría verse reflejado? Mientras queda flotando la pregunta, no puede dejar de experimentarse una incómoda perplejidad ante la entera erradicación que Scorsese ha hecho de su propio estilo en El aviador. Más allá de un par de escenas sin duda espectaculares (un ballet alado durante el rodaje de The Hell’s Angels, una famosa caída aérea en plena Beverly Hills), no queda ni rastro de la violencia dramática, emocional y narrativa que supieron constituir, en los buenos tiempos, el estilo mismo de Scorsese. Eso es lo peor de El aviador: su extrema, casi militante asunción de la normalidad cinematográfica, con todas sus piezas más ensambladas que la de un avión, apuntadas a dar por resultado una verdadera “película de Hollywood”.
Esa normalidad es la que los miembros de la Academia se aprestan a premiar y congraciar, el domingo próximo en Los Angeles. Y eso que cualquier cosa puede decirse del protagonista de esta película, obsesionado hasta la locura por gérmenes y bacterias y sufriendo una dislalia que lo llevaba a repetir centenares de veces, sin solución de continuidad, la misma frase, menos que haya sido un tipo “normal”.