ESPECTáCULOS
› VEREDA TROPICAL, DE JAVIER TORRE, EN BUSCA DE MANUEL PUIG
Una fiesta muy desabrida
Por H. B.
Entre la parranda y la más absoluta soledad: así está el Manuel Puig de Vereda tropical, una película que lo más lindo que tiene son las resonancias del título, evocador de aquel tremendo bolerazo de los años ’50. La nueva cinta escrita y dirigida por Javier Torre toma al autor de Boquitas pintadas durante los últimos días de su exilio carioca, poco antes de marchar a Cuernavaca, donde moriría un par de años más tarde, a comienzos de los ’90. De allí el título: es durante esa etapa con perfume a final cuando Puig escribió la que sería su última novela, la maravillosa Cae la noche tropical.
Teniendo en cuenta que la entera Cae la noche tropical consiste en un único diálogo entre dos vecinas cariocas, no hubiera estado mal que algo de ese espíritu, alguna que otra vecina, el inconfundible color de lo coloquial aparecieran en la película de Torre. Se hace difícil recordar ya no la vivacidad de la última, sino de cualquier novela de Puig frente al alter ego, inesperadamente desabrido, que interpreta el actor Fabio Aste. A quien no puede dejar de reconocérsele que se expresa en castellano y portugués con fluidez. Sería injusto cargar sobre sus espaldas las culpas de la total impavidez que asuela el film de Torre: no hay actor que salga indemne de la desmembrada sucesión de escenas, contempladas por una cámara que nunca sabe bien dónde ponerse, ni qué mirar o narrar.
Filmada en Río, entre barrios de avería, discotecas y con esas playas siempre cerca, sorprende lo poco maravilhosa que luce aquí la cidade de Ary Barroso. No se trata, claro, de convertir en tarjeta postal lo que debería ser el marco de una infructuosa, triste búsqueda de amor. Pero cuando la cosa debería calentarse, Vereda tropical luce la misma temperatura emocional que cuando Manuel llega de la playa y se pega un simple duchazo. De tal modo, el via crucis del pobre Manuel queda en las intenciones, jamás se percibe como tal. Asombrosamente, la videoteca del protagonista (que de tan superpoblada supo ser legendaria) se reduce a un puñado de casetes sobre una repisa. De ellos, Puig suele consultar sólo dos. El puente de Waterloo y Gilda parecen figuritas demasiado fáciles para alguien que, como él, era un completista voraz del Hollywood de los ’30 a los ’50. Cuando se pone el vestido rojo e imita a la Hayworth de Put the Blame on Mame, no puede dejar de esperarse, a la distancia, que las fiestongas de Manuel hayan sido más animadas que ésta.