ESPECTáCULOS
› LA MUERTE DE PAPPO, OTRO DURO GOLPE PARA EL ROCK ARGENTINO
Ya no habrá ninguno igual
Fue uno de los más grandes de la historia rockera argentina. En Pappo’s Blues o en Riff, con B.B. King o con su Harley Davidson, sintetizó una forma de vivir el rock. Un accidente en la Ruta 5 terminó con su vida, a los 54 años.
› Por Fernando D´addario
La mitología rockera siempre coqueteó con aquello de vivir rápido, morir joven; la liturgia blusera aconseja y venera, en cambio, una ilustre vejez de sobreviviente. Pappo, acaso por su equidistancia entre el rock y el blues, no tuvo ni una muerte joven ni llegó a disfrutar de una vejez tranquila y sabia, aunque sí vivió rápido: esa velocidad, que erosionó el tiempo neto de sus 54 años, se ensañó con él en la medianoche de ayer en la Ruta 5, cerca de Luján. La Harley Davidson que manejaba rozó la moto en la que viajaba su hijo Luciano, Pappo cayó sobre el asfalto y fue arrollado por un Renault Clío. Murió en forma inmediata. El final de esta leyenda del rock argentino invita a una conclusión primaria y simplista: “Murió en su ley”. Es difícil definir cuál es la esencia de esta “ley”, pero es probable que aluda a un código de plenitud y vitalidad extrema que sólo la contingencia absurda de la existencia puede asociar con la muerte. Más preciso sería, entonces: Pappo vivió en su ley.
No se sabe con exactitud, todavía, qué pasó en las horas previas al accidente. Comió en una parrilla. Una pericia toxicológica realizada en la morgue habría determinado un “alto nivel de alcohol en sangre”. El dato no quita ni agrega nada a la historia personal de Pappo, pero fue un buen aliciente para entidades como Luchemos por la Vida, que enseguida asociaron velocidad, alcohol y muerte. Buena parte de la sociedad, debe decirse, habrá agregado inconscientemente un cuarto componente trágico: el rock and roll.
Pappo fue, quizás, el músico que mejor interpretó la furiosa banalidad del rock. Su rebeldía era aséptica en términos políticos; su vena rockera no latía en función de quiebres generacionales ni de insatisfacciones respecto del statu quo; la música era para él –del mismo modo que los autos y las motos– principio y fin. Sin embargo, logró arrastrar fidelidades que excedían la identificación meramente artística. Su sola presencia sirvió para patentar tribus urbanas –los firestones en los ’70, los metálicos en los ’80, los bluseros tardíos en los ’90– que encontraron en él mucho más que un músico virtuoso. Algo de eso se vio ayer, en la conmovedora despedida que le tributaron sus fans (ver aparte). No estaban vivando al guitarrista talentoso, aunque lo admiraran, sino al “Carpo”, ese personaje hosco, familiero y malhablado que había cristalizado una manera anacrónica de sentirse rockero. Debe ser porque no hubo ni hay otros “Pappos” en el voluble y contradictorio mapa rockero argento. Sí se multiplican los músicos que siguen hipnóticamente ese ADN rocanrolero transmitido a través de un puñado de riffs inmortales.
Será porque Pappo, en los últimos veinte años, fue más un símbolo que una presencia objetiva. De hecho, no era un gran vendedor de discos; tampoco era capaz de llenar él solo un estadio, en la era de los estadios. Sin embargo, su figura aparecía casi siempre como un reaseguro de legitimidad. Los Piojos y La Renga, las dos bandas más populares del último lustro, lo invitaban a sus shows como quien invoca a un semidiós atemporal, un protector infalible. Las ovaciones que recibía, de parte de miles de pibes (en su mayoría 30 o 35 años más jóvenes que él), eran menos un síntoma de afinidad cultural que una deuda de gratitud implícita. Pappo era, en rigor, pre-fierita. Nunca forzó la coincidencia entre sus códigos y los de sus sucesores generacionales: no le gustaba el fútbol, no reivindicaba al Che Guevara ni hacía apología del barrio (La Paternal) donde pasó toda su vida, pero les podía pasar el trapo a todos.
Sus letras fueron, siempre, tímidas acompañantes de un esquema musical muy sólido; sencillas y deliberadamente efímeras (y por eso inolvidables), relacionadas con el sexo, la velocidad y el descontrol, revelaban un costumbrismo no ideológico pero al mismo tiempo muy certero. En Pappo’s Blues (el nombre encierra una tautología: siempre quedó claro que Pappo y blues significaban lo mismo) describía como pocos la vida urbana y suburbana (himnos como Sucio y desprolijo, Fiesta cervezal, El tren de las 16, entre tantos otros, así lo certifican) pero las historias estaban supeditadas a su idea de la corrección musical. Representó durante años la intransigencia del rock alineado con un eje histórico (que, a grandes rasgos, incluye desde Creedence hasta Johnny Winter, pasando por AC/DC, Hendrix y Deep Purple, entre muchos otros). Ese camino insobornable definió algunas de las internas más picantes del rock argentino en los ’70, y cuando las internas empezaron a ser dirimidas por otros personajes, él siguió con la suya. Una frase antológica, publicada en un reportaje concedido a Página/12, sirve para definirlo: “El rock es rock, el ska es ska”. En su cosmovisión rockera no entraban ni Sui Generis ni Bob Marley ni The Police. No decía que fueran ni buenos ni malos. Decía que no hacían rock.
Vaya si Riff hacía rock. En plena dictadura militar, Pappo, Boff, Vitico y Michel Peyronel canalizaron un estado de agresividad y angustia que poco tenía que ver con la resistencia convencional. Sobre el escenario, Riff introducía una noción diferente de liberación a partir de la música, muy lejos de Quilapayún y Víctor Heredia; muy lejos, también, de Seru Giran y Spinetta. Una clase media baja, despolitizada, antimilitar y antipolicial a fuerza de palos y gases lacrimógenos, se identificó con esa fiesta adrenalínica, con cadenas y cuero negro, que proponía temas como Susy Cadillac y Ruedas de metal.
Aunque sería difícil concebir a Pa-
ppo fuera de la ritualidad porteña (fierros, asado, vino, amigos, mujeres), fue el único músico argentino que trascendió la frontera del rock hispano-parlante. Para B.B. King, su talento como guitarrista y su swing blusero estaban más allá del personaje. “Es un negro pintado de blanco”, decía el Rey del Blues. El Carpo se dio el gusto de tocar en el Madison Square Garden. Pero también recorrió en una Harley Davidson, de punta a punta, la mitológica Route 66, que esconde en sus miles de kilómetros tanta simbología rockera como los acordes de Satisfaction, de los Stones. Una vez le preguntaron por el heavy metal. “El rock pesado es como mi moto a doscientos kilómetros por hora”, contestó. En 1994 sufrió un accidente automovilístico que casi le cuesta la vida; estuvo tres meses en una silla de ruedas. Volvió sin chistar. Fluctuó entre el blues y el hard-rock sin más razones que su lógica interna, intransferible. Flirteó con el menemismo y con modelos made in Punta del Este, atraídas por su sobredosis de testosterona. Trabajó en la tira de Adrián Suar Carola Casini, haciendo de sí mismo. Le cantó a su “vieja” (que mientras vivió le llevó el desayuno a la cama) y lo metieron preso en Córdoba por romper vidrieras y patear tachos de basura (esto fue en 1990, ya era grande). Era un chiquilín tan pesado como sensible.
En una vieja entrevista publicada por la revista Humor sintetizó su vida hablando de la muerte: “No me importa la muerte. Cuando llegue, que llegue. Siento que la voy a aceptar, como hombre de bien; ¡a lo macho!”. Llorar a Pappo, hoy, tiene más que ver con nosotros que con él.
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