ESPECTáCULOS
• SUBNOTA › POSTALES DE UN FUNERAL MULTITUDINARIO
“Y ahora, ahora, el cielo está de joda”
› Por Cristian Vitale
“Y Pappo no murió, y Pappo no murió. No murió...” Pasadas las cuatro y media de la tarde, desde el patio que rodea las capillas del cementerio de Chacarita se escuchaba el cántico traído por el viento, imponente y a garganta partida. Provenía de la nutrida caravana que había acompañado los restos mortales de Norberto Napolitano desde su casa materna de La Paternal –Artigas y Camarones–, por Fragata Sarmiento, hasta el lugar en que, según el cántico, vivirá por siempre, muy cerca del busto de Evita. Todos se resistían a la verdad. “No se va, y Pappo no se va...” Una hora después, el padre del rock and roll y del blues patrios estaba dentro del panteón de Sadaic, con 40 fans trepados al techo, casi dos mil alrededor –aplaudiendo, cantando Sucio y desprolijo y Mucho por hacer, o en acongojado silencio– y zapando en el cielo con Dios, tal como fijó para el futuro su amigo y alumno de toda la vida, Miguel Botafogo, cuando se enteró de su muerte.
No fue un entierro convencional. Jamás podría haberlo sido. El largo cortejo llegó acompañado por una buena parte del pueblo metalero y blusero que él mismo ayudó a generar con casi 40 años de trayectoria. Rockeros de vieja cepa –de 40 o más–, de riguroso negro ajustado con remeras de las más variadas expresiones rockeras (Almafuerte, Iron Maiden, Black Sabbath, Riff), y una cantidad esperada de músicos a los que Pappo alumbró con su magia durante años: Claudio O’Connor, Juanse, Alejandro Medina, Tanque (La Renga), Javier Martínez, Claudio Marciello y Bin Valencia (Almafuerte), Larry Zavala (Nepal), Michel Peyronel, Sikus (Jóvenes Pordioseros) y hasta Guillermo Vilas, que llegó trajeado junto a su novia, y despegó del lugar cuando la masa se manifestó entera y visceral, detrás del vehículo que conducía el pesado cuerpo del Carpo. “Pappo me enseñó mucho, era muy abierto, era un líder de rock, pero sobre todo una gran persona”, manifestó el ex tenista. La nota la dio el sacerdote rockero –César Scicchitano– que dio la misa. “Yo soy músico de rock, tengo discos editados y lo que Pappo hacía era rock and roll de verdad. Lo conocí en el barrio y muchos amigos comunes me dijeron que viniera a tener este dolor y el privilegio de estar con él en el final.” Sarcófago, guitarrista de Ratones Paranoicos, agregó que Pappo no era de dar consejos y que conocía de música “más de lo que mostraba”.
Pero la presencia más fuerte fue la de motoqueros y algunos Hell’s Angels autóctonos, como le hubiese encantado pedir a Pappo en su testamento. Al menos unas cien motos –mayoría de Harley Davidson– espantaron la paz y el cansino paisaje habitual de Chacarita. A metros del panteón, los motociclistas, con el rictus inmutable y la mirada brillosa, hicieron tronar los motores hasta asustar, abrieron paso a la caravana y encabezaron el tramo final de uno de sus referentes. La policía, encargada de asegurar el paso, literalmente dejó todo en manos de los ángeles.
No hubo manifestaciones de incomodidad o violencia emotiva. Apenas algunos comentarios sobre la mala leche de cierta prensa que salió a recalcar una y otra vez el vino que había tomado en una parrilla junto a su hijo Luciano antes de partir con su moto. “Qué tenés que boquear, gil, buchón”, lanzó un acólito dolido. Apenas ese momento contrastó con una barricada rockera que escapó al dolor, profundo, apelando a la alegría. “Mamá yo quiero oh, oh... que toque Pappo y todo el año es carnaval”. O alguno más antisepulcral aún: “Y ahora, y ahora, el cielo está de joda”.
Se llevó lo que se pudo, desorganizadamente, ante lo inesperado del impacto: una bandera roja y blanca de Riff, la tapa del primer vinilo de Pappo’s Blues –aquel de El viejo– que un pelilargo clase cincuenta mantuvo en alto durante toda la ceremonia, algún cartel escrito a mano con la leyenda “El camino es incierto, lo importante es rodar” y el trapo que terminó como estandarte de la despedida final, portado por “Los 14 del asfalto”. “Pappo va estar siempre con nosotros, loco, y esta gente... esta gente no se tiene que morir nunca”, desató otro viejo seguidor de Riff, que se había despojado del saco y la corbata para estar a tono.
La contracara, dolorosa, profundamente angustiante, fue el adiós de familiares y amigos íntimos. Luciano, su hijo, estaba destruido, sin habla, casi sin aire y con las lágrimas surcándole continuamente el rostro. Y así su novia, su hermana –una pianista a la que Pappo amaba con locura–, O’Connor, Fabián Von Quintiero –que definió la jornada como “horrible”– y varios familiares más hicieron justicia sobre algo que siempre había estado en el aire: pese a sus rollos malhumorados, Pa-
ppo dejó una imagen de tipo simple, frontal y genuino.
Nota madre
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