ESPECTáCULOS
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Reflexiones sobre la destrucción
La pieza del británico Michael Frayn parte de un encuentro entre dos físicos, para adentrarse en una serie de interrogantes, sin respuesta, sobre los múltiples filos del conocimiento científico.
› Por Hilda Cabrera
Las obras inspiradas en encuentros de personalidades célebres no son raras en el teatro británico ni el estadounidense. Copenhague es una de ellas. Toma como punto de partida una sospechada reunión que en tiempos de guerra mantuvieron dos prestigiosos científicos que aportaron conocimiento y experiencia a la física nuclear. Un hecho sobre el cual existe documentación, entre otras la publicada este año bajo el título de Archivo Bohr. El gusto por personalizar asuntos controvertidos, y que por sus derivaciones incumben a una sociedad, a países e incluso a la humanidad toda, es evidente en este trabajo del dramaturgo y periodista londinense Michael Frayn. En esta fantasía, los protagonistas, ya muertos, tienen oportunidad de reflexionar sobre aquella y otras oscuras circunstancias del pasado. Y esto porque, tal como se dice en la obra, ciertas preguntas “perduran mucho tiempo después de muertos sus dueños, como fantasmas en busca de las respuestas que no obtuvieron en vida”. El disparador de la intriga es aquí la visita que el físico alemán Werner Heisenberg (19011976) realizó en setiembre de 1941 a su colega danés Niels Bohr (18851962), quien para entonces se hallaba aún en Dinamarca junto a su esposa Margarita. Estos científicos –destacados por sus formulaciones sobre la constitución y fisión del átomo y premiados con el Nobel por sus contribuciones a la física y mecánica cuántica– habían sido en un tiempo amigos, compartiendo, entre 1924 y 1927, un programa de investigación del Grupo Copenhague.
El dramaturgo Frayn, nacido en 1933, muestra en esta pieza de 1998 (inspirada en el libro La guerra de Heisenberg, del periodista Thomas Powers) a unos individuos de temperamento bien diferente pero de similares actitudes ante la ciencia. Ellos no desconocían la carrera que se libraba en varios países para obtener armas atómicas ni la importancia de la participación en esos programas de científicos judíos, como Otto Frisch y Rudolf Peierls en Inglaterra. El físico Bohr también dejó su país ocupado por las tropas nazis. Se radicó en 1943 en Estados Unidos, integrando allí el equipo de Los Alamos, donde se gestó la primera bomba nuclear, que destruyó Hiroshima el 6 de agosto de 1945. En 1957 –cuatro años después de que Estados Unidos y la Unión Soviética equilibraran su poderío, acordando pactos de sobrevivencia–, Bohr recibió el premio Atomos para la Paz.
Los interrogantes que desató aquella visita, y que también atraparon al inglés Frayn, siguen en pie, aun cuando hoy se conozcan nuevos testimonios que aclaran algunos puntos: queda por dilucidar si se trató de un intentode espionaje del científico alemán, o del deseo de éste de llegar a algún acuerdo para frenar los programas nucleares. Se sabe que Dinamarca se había declarado neutral, del mismo modo que en la Primera Guerra mundial, pero eso no impidió que en abril de 1940 fuera invadida por Alemania. La ocupación nazi perduró hasta mayo de 1945, provocando en un primer momento una masiva fuga de judíos a Suecia y, poco después, en el campo de la literatura danesa, la aparición de textos que reflexionaban profunda y obsesivamente sobre la naturaleza del mal, asunto que en la obra no preocupa demasiado al danés Bohr. Su actitud ante aquel avasallamiento se manifiesta en un dato numérico: Alemania perdió a sus excelentes físicos teóricos, porque la mayoría de ellos eran judíos.
En los diálogos entre Bohr y Heisenberg –que el espectador tendrá que seguir atentamente para no perder el hilo de la historia– aparecen mencionados otros importantes investigadores, como el químico alemán Otto Hahn, quien desde 1928, y durante varios años, dirigió el Kaiser Wilhelm Institut de Berlín; el físico austríaco Erwin Schrodinger, y también Albert Einstein, otro científico que emigró a Estados Unidos (en 1933) y de quien uno de los personajes dice que puso al hombre en el centro del universo. Esto, si se admite que “la existencia de la ciencia es un acto humano”. Justamente, esta posibilidad de imprimirle calor humano a la ciencia es la que permite a Frayn conducir los diálogos de los sabios hacia zonas literarias. Se habla de “la oscuridad del alma”, como si en los personajes resonaran las contradicciones del Hamlet de William Shakespeare y las exigencias del célebre fantasma del castillo de Elsinor (o Helsingor), que pide venganza al príncipe de Dinamarca.
El autor nutre su trabajo con observaciones de todo tipo: domésticas, filosóficas y de índole ética, como la que señala la responsabilidad de los científicos en la génesis de la bomba atómica. No faltan los apuntes emotivos propios de quienes, como estos personajes, compartieron en otro tiempo alegrías y pesares. Estos individuos conforman un raro grupo humano en un espacio donde no existe el tiempo, donde los conflictos permanecen bajo la forma de recuerdos que bombardean, como la memoria de la guerra, el hecho de haber pertenecido a bandos opuestos y ser vapuleados por los propios sentimientos ambivalentes.
Margarita, mujer de Bohr, es en esta pieza el personaje más “terrenal”. Ella precisa fechas, señala debilidades y contradicciones, e insiste en repasar los tiempos vividos. Un empecinamiento que no conduce a ninguna certeza, porque Copenhague deja huecos para que sea el espectador quien saque conclusiones o ponga el acento en alguno de los temas planteados. En la alineación de los científicos, por ejemplo. Un personaje dice que lo único posible es actuar, y recién después detenerse para ver qué pasó.
El inglés Frayn ausculta, pero se reserva el diagnóstico. En Copenhague no responde de qué otra manera hubiera podido utilizarse entonces el conocimiento científico. Por el contrario, el sobrio pero contundente montaje del director Carlos Gandolfo ofrece pistas. También esto puede decirse del afinado y excepcional trabajo de los intérpretes. Atrapados por sus respectivos personajes, Juan Carlos Gené, Alicia Berdaxagar y Alberto Segado se convierten en artífices de un viaje mental colectivo, en cuyo transcurso es posible advertir que lo temible no es tanto la declamada oscuridad del alma sino esa loca “carrera en la niebla” que tiene por único objetivo la destrucción.