ESPECTáCULOS › EL FILM DE GUS VAN SANT, PRIMER CANDIDATO FIRME

Los últimos días de Cobain

Last Days, la película del director norteamericano Gus Van Sant, ya figura como una de las favoritas para llevarse la Palma de Oro. Relata el fin de la vida del líder de Nirvana.

 Por Luciano Monteagudo

No tuvo que pasar demasiado tiempo. En la tercera jornada de un festival cargado de nombres famosos, apareció una de las primeras contendientes a la Palma de Oro, la excepcional Last Days, de Gus Van Sant, quien dos años atrás ya se llevó el premio mayor de Cannes con Elephant, su magnífica relectura de la masacre del colegio de Columbine. De hecho, Last Days viene a profundizar e incluso a radicalizar las búsquedas formales de Gerry (2002) y de Elephant y vuelve a inspirarse, como en esos films, en un hecho real, en este caso el suicidio del líder del grupo de rock Nirvana, Kurt Cobain, en 1994.
Se podría pensar incluso en una suerte de trilogía indisoluble acerca del fin de la inocencia y la juventud perdida, un tema que Van Sant ya había abordado con un lirismo abrumador en algunos de sus primeros films, como Drugstore Cowboy (1989) y Mi mundo privado (1991). Y ahora con su doloroso relato de los últimos dos días en la vida de Cobain, Van Sant parecería estar escribiendo una suerte de epitafio a la década del 80, que lo vio nacer como cineasta y con la que creció escuchando la música de Nirvana.
Ahora bien, una advertencia: fans de Cobain, abstenerse. Last Days no es una biografía, ni un docudrama, ni está basado en ninguna investigación sobre el caso. Aunque se parece indiscutiblemente a Cobain, el protagonista (Michael Pitt, uno de los intérpretes de Soñadores, de Bertolucci, y a su vez líder del grupo Pagoda) no se llama Kurt sino Blake. “Dejé correr la imaginación”, declaró Van Sant después de la proyección en Cannes. “No teníamos ninguna otra información que no fuera la que circuló en ese entonces en los medios y lo que contaba la gente de Portland.” Pero la memoria emotiva de Van Sant no puede dejar de registrar que el mismo año que murió Cobain se fue también uno de sus amigos más cercanos, River Phoenix, con quien acababa de filmar Mi mundo privado. Y Last Days parece también aludir a aquella muerte, que Van Sant no pudo impedir. “Uno quisiera dar vuelta el reloj, pero eso no se puede hacer.” Y entonces Van Sant filma, se deja llevar, conjetura, fantasea cómo pudo haber sido ese momento final. Y no se permite, en ningún momento, el sentimentalismo ni la condescendencia. Su nueva película es tan dura y maciza que parece un bloque de granito, que el director esculpe –como quería Tarkovski– en el tiempo.
El tiempo vuelve a ser un elemento crucial en Last Days, como ya lo era en Elephant. Todo el film es un permanente continuum, donde es casi imposible discernir con claridad dónde está el comienzo y dónde el final. Un hombre andrajoso vagabundea por el bosque, perdido en sus pensamientos, se desnuda y se sumerge en un río de agua helada. Emerge y se recluye en una mansión anacrónica, habitada por quienes se supone son sus amigos y que están casi tan perdidos como él en sus delirios y alucinaciones. Y la cámara de Van Sant (nuevamente a cargo del virtuoso operador Harry Savides) recorre esas habitaciones vacías, encuentra y desencuentra a sus ocupantes y va construyendo un retrato múltiple, simultáneo, cubista de ese pequeño Apocalipsis privado, que termina con la gravedad de un réquiem.
Ante un film de la potencia y la radicalidad de Last Days, con un entramado sonoro de una complejidad deslumbrante (en la que tuvo su parte Thurston Moore, de Sonic Youth), otros films de la competencia oficial lucen, en comparación, particularmente pobres y convencionales. Es el caso de Where the Truth Lies, del canadiense Atom Egoyan, que adapta de manera tan prosaica una novela de Rupert Holmes que uno se pregunta si no hubiera sido mejor distribuir ejemplares del texto. O la producción francesa del director kurdo Hiner Saalem, Kilometre Zero, una torpe road-movie cuyo único interés parece ser el de estar ambientada en la guerra entre Irak e Irán, en la que la población kurda era reclutada por la fuerza para morir en la primera línea de combate.
Ante estos ejemplos, no queda muy claro por qué la dirección del festival decidió programar Hwal (El arco), del coreano Kim Ki-duk, en la sección paralela Un Certain Regard. El director de Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera vuelve a mostrarse como un cineasta nato, capaz de narrar casi únicamente con imágenes, sin recurrir a la palabra. Signo de fuerza y a la vez de belleza, el arco del título es el que utiliza un anciano para disparar sus flechas y para crear la única música que se escucha en su barca, aislada en medio del océano, y que comparte con una adolescente a la que ha criado y a la que piensa desposar cuando cumpla 17 años. Pero la muchacha, que había aceptado sumisamente ese destino, descubre que hay vida más allá de esa prisión en medio del agua y se enfrenta a la figura paterna, intentando alcanzar su propio vuelo. Hay una cursilería incontestable en el film de Kim Ki-duk, pero también es incontestable su talento. La madera de cineasta, se diría, es áspera, sin pulir, pero firme y resistente, de esas que duran más allá de la gloria efímera de los premios de los festivales.

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“Dejé correr mi imaginación”, dijo Van Sant. La película no es biográfica.
 
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