Mar 24.05.2005

ESPECTáCULOS  › JORGE PALADINO, MEDICO, DIRECTOR Y
AUTOR DE “EL MURO (REBELION EN CINCO ACTOS)”

Una obra cocinada en la olla popular

Es médico de terapia intensiva en San Martín, pero la ocupación de la planta Ford, en 1985, le disparó otra vocación.

› Por Hilda Cabrera

Desde hace veintiocho años se gana la vida como médico de terapia intensiva del Hospital Castex de San Martín, y un día, también a raíz de su profesión, se volcó al teatro, que no abandona a pesar de los contratiempos. El médico Jorge Paladino sentía atracción por el teatro, pero no tanto como por el cine, la poesía y la música (estudió flauta dulce y guitarra): “Iba al teatro, pero la mayoría de las obras no me convencían”, cuenta. Se animó a la escena recién después de participar como médico voluntario en la ocupación obrera de la fábrica Ford, en General Pacheco, en 1985. Un vecino amigo de Bella Vista, donde vivía entonces, operario de Ford, le comentó que habían echado a 30 compañeros, ocupado la planta y que los médicos de la fábrica no estaban dispuestos a acompañarlos. “Me pidió una mano: ir dos veces por semana y atender a la gente”, apunta. Aquella experiencia lo impactó de tal modo que no sólo escribió un artículo para un diario local sino que, años más tarde, concibió una pieza teatral: El cielo por asalto. Como no logró interesar a ningún director, decidió que él mismo se encargaría del montaje. Se inscribió en la carrera Artes del Espectáculo de la UBA, donde cursó tres años (de 1990 al ’92) y concluyó dos seminarios de dirección y puesta en escena con el maestro Francisco Javier. En 1995 formó un grupo y la estrenó ese año. Actualmente cursa estudios en el Celcit con el maestro Juan Carlos Gené, actor, dramaturgo y director.
Con aquel grupo, denominado Teatro de las Ollas, Paladino estrenará el viernes 3 de junio en Liberarte (Av. Corrientes 1555) uno de sus últimos trabajos, El muro (rebelión en cinco actos), una obra basada en “la hazaña que fue la recuperación del ingenio La Esperanza”. La propuesta implica “saldar una deuda con la población jujeña de San Pedro, que logró echar del pueblo a los estafadores que lo administraban y que durante quince años le infligieron todo tipo de humillaciones”, relata Paladino. Esta pieza, premiada en encuentros regionales, nació, al igual que otras de su producción (algunas de ellas de creación colectiva), de la necesidad de poner en primer plano la lucha de quienes se organizan para defender sus derechos.
–¿Por qué el nombre de Teatro de las Ollas?
–La olla popular es para mí símbolo de lucha y no de pobreza ni de gusto por “dar lástima”. El que se acerca a una olla popular y pide comida la recibe. Eso significa “no nos van a derrotar”, y ése es el ánimo que mueve a los personajes de Teresa se alza con piedras, una ópera popular con poemas, canciones y danzas que relata las puebladas de Cutral-Có y Plaza Huincul (1996 y 1997), donde fue asesinada Teresa Rodríguez. En la Argentina se hace mucho teatro, pero muy poco de éste, que es mezcla de testimonio y ficción, porque trabajé sobre reportajes hechos por mí.
–¿Qué pasa con la bronca en marchas, alzamientos y puebladas? ¿La bronca sostiene y da fuerzas?
–Con Hora de visitas –que escribí ante el asombro y la conmoción que me producían las marchas de los miércoles al Congreso que organizaban los jubilados, superando achaques y enfermedades– entendí el valor de la bronca. Esa resistencia era también la de los obreros (“fabriqueños”) y zafreros (“loteños”) del pueblo de San Pedro, a 100 kilómetros de San Salvador de Jujuy, donde los dueños del ingenio La Esperanza, las familias Jorge y Figueroa, después de vaciar la empresa dispusieron cerrarla. Unidos a otros sectores sociales, los trabajadores lograron, en noviembre de 1999, separar a esas familias de la administración y echarlas del predio que ocupaban. Tengo muy presente el dolor y la bronca de las mujeres de una panadería comunitaria, que me relataron los tremendos sacrificios que debían hacer para subsistir. Los barrios en los que vivían los zafreros, y algunos obreros, eran testimonio de la humillante situación a la que los habían condenado los patrones. Uno de los protagonistas me contó lo sucedido con un temblor en la voz: “Nunca creímos ser capaces de algo tan potente”. En esa pueblada se destruyó también el muro construido a pedido de la esposa de uno de los Jorge: la mujer despreciaba a los changuitos descalzos que pasaban frente a su casa.
–¿Es posible el humor entre tanto drama y atropello?
–El humor es inherente a la gente sencilla, como el gusto por narrar sucesos de forma novelada y bromear sobre errores propios y ajenos. Por eso el humor está presente en nuestros espectáculos, salvo en Las noches siempre terminan, adaptación de un drama de Humberto Rivas, Los gritos que nadie oye, que estrenamos en el 2001, en un encuentro regional de teatro en San Fernando. Supe de ese humor durante la ocupación de la Ford, donde varias veces me pregunté si yo, por no tenerlo, era un cobarde. También en un reportaje que hice sobre el ingenio La Esperanza: cuando pregunté a unos obreros qué había debajo de una gran caldera, se rieron. Pensé que se reían de mí, por ser de Buenos Aires, pero no era así. Me contaron que debajo había esqueletos de indígenas rebeldes castigados por los patrones ingleses y que nadie se había animado nunca a meterse por los túneles.
–Se reían del temor a los fantasmas...
–De sus miedos, que eran parte del mito sobre la existencia de “tumbas”. Un asunto que, por otra parte, no se investiga. Esas situaciones explican algo de ese peso de lo aborigen en nuestra historia, y que yo sentí en aquellos viajes al norte y en mis regresos a Buenos Aires. Esos relatos sobre el ingenio La Esperanza se sumaban a los que obtuve sobre lo ocurrido en Cutral-Có y Plaza Huincul. La reflexión de una enfermera que me habló de su familia, y sobre todo de su padre, me abrió la cabeza: “Cuando YPF cerró la planta, dejando a 2500 familias sin trabajo, nos preguntábamos qué íbamos a hacer. ¿Cultivar? ¿Criar animales? Con esta tierra es imposible. Nosotros éramos un pueblo petrolero”. Ahí me di cuenta de que habían perdido el trabajo y la identidad.
–¿Y qué ocurrió en la ocupación de Ford?
–Cuando entré a la planta, un obrero matricero se encargaba de organizar la atención médica. Todo era así: muy bien pensado, y por eso se pudo lanzar la producción. Fue algo único. La decisión de ir había sido mía. Me hubiera avergonzado no estar. Cuando la planta fue cercada no hubo ni una consulta por dolor de cabeza, estómago o cualquier otro síntoma. Todo lo contrario: los obreros hacían chistes. Podía haber sido una masacre. No teníamos con qué defendernos. En la consulta teníamos solamente un tubo de oxígeno y una caja de primeros auxilios. Terminamos desalojados, pero cantando y burlándonos de policías y gendarmes.
–¿El humor sirve a la resistencia?
–El humor ayuda tanto como la esperanza de que se puede ser feliz y compartir esa felicidad con los otros. Yo sólo creo en los que trabajan, estudian y quieren que los demás tengan esas posibilidades. Esa gente es la esperanza y el futuro del país, y no los farsantes, ladrones y asesinos que nos representan. Mis personajes son los que saben enojarse, y escribo sobre ellos. El 19 y el 20 de diciembre de 2001 fueron jornadas de gran conmoción. Los gobernantes tienen en claro que la unión de los marginados pobres con la clase media estafada es rara pero, si se da, resulta peligrosa. Por eso esta necesidad tan presente hoy en los gobernantes, funcionarios y demás políticos de dividir y fomentar en la sociedad el odio contra los que protestan.

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