Sáb 28.05.2005

ESPECTáCULOS  › PAGINA/12 PRESENTA CON SU EDICION DE MAÑANA “INEDITO - CANCIONES DE UN CASSETTE PERDIDO”, DE LEON GIECO

“Esa gira fue un momento único en mi carrera”

El músico de Cañada Rosquín habla de la grabación en vivo, hasta ahora inédita, que funciona a la vez como testimonio de época (la histórica gira nacional de 1980 y 1981) y como un registro de clásicos atemporales. Los temas que integran el CD –El fantasma de Canterville, Todos los caballos blancos, El rey lloró, entre otros– muestran a un artista en pleno crecimiento, en un país que también empezaba a cambiar.

Por Claudio Kleiman

Como reconoce el propio León Gieco, Inédito - Canciones de un cassette perdido, el CD que se presenta mañana con Página/12, constituye un testimonio de un momento único en su carrera. El álbum, con 20 canciones recuperadas –gracias a la moderna tecnología digital–, de cassettes conservados por fans que los guardaron celosamente como preciado tesoro, es el fiel registro de cómo era un show de León durante aquella gira que abarcó los años 1980 y 1981.
El oyente puede hacer de cuenta que está en algún colegio, club barrial o asociación vecinal en aquellos lejanos días de 1980 y escuchar a un joven León, con su guitarra y su armónica, vibrando al compás de los frutos de su inspiración temprana: una brillante colección de canciones que son a la vez testimonio de una época y clásicos atemporales. Sumergido en la etapa final de grabación de su nuevo álbum y entusiasmado con su horneada más reciente de canciones, León se aparta por un rato de su presente haciéndose un tiempo para los recuerdos, remontándose a aquellos lejanos días de 1980.
–¿Cómo surgió la idea de esa gira?
–Yo empecé a trabajar con Pity (Iñurrigarro, su representante) en el ’80 y lo primero que hice fue plantearle una gran exigencia, que era la de que él me organizara una gira nacional. Le dije que quería tocar solo y, mientras él empezaba a organizarla, me fui a Estados Unidos, de donde me traje un equipo de voces muy bueno –con parlantes JBL–, una guitarra y los micrófonos inalámbricos.
–Era una gira con características muy especiales.
–Sí, le dije a Pity que no íbamos a tener un cachet, que los recitales debían ser organizados por los chicos de 5o año de los colegios secundarios de los pueblos del interior; me parecía una buena oportunidad para que los pibes recaudaran fondos para su viaje de egresados. Yo pensaba que los estudiantes de 5o año eran como los mimados de los pueblos, la gente estaba expectante de qué iban a hacer, porque algunos se iban a seguir sus estudios a otros lados. La cosa era que nosotros íbamos al lugar, podíamos comer –y eventualmente dormir–, en la casa de los pibes para no gastar guita, y el 70 por ciento era para nosotros, que éramos unas 7 u 8 personas, y el 30 por ciento para ellos. Y todos ganábamos plata, porque iba muchísima gente, ellos se encargaban de ir por los pueblos a vender las entradas por anticipado, y es como que nadie les decía que no.
–No hacía mucho que había regresado al país.
–Era un momento muy especial para mí, porque me había exiliado durante más de un año en el extranjero y hacia 1979/80 estaba volviendo. Eso me benefició de alguna manera, porque había estado ausente, y Sólo le pido a Dios ya se había convertido en un gran himno, en algunos colegios los chicos ya lo cantaban como resistiendo a la dictadura militar. La gente sabía, porque yo lo había comentado, que Sólo le pido a Dios había estado prohibida, “porque usted no puede cantar una canción de paz en épocas de guerra”, como me dijeron. Y también era un momento especial para el país, porque desde el ’80 se empezaba a perfilar como cierto clima de fin de dictadura. Y que yo fuera a cantar esas canciones que estaban prohibidas en la radio y la televisión generaba cosas como que la gente me recibía con autos en la ruta, a la entrada de los pueblos. Llegábamos y era como una cosa circense, con el camión que decía “León Gieco”, el auto mío, varios coches adelante y otros atrás, íbamos paseando por todo el pueblo.
–¿Viajaba en auto?
–Yo iba en el Peugeot de (su personal manager) Conejo García, y atrás venía un camión Toyota donde entraban solamente tres personas, más los equipos. Generalmente en el auto veníamos (el sonidista) Oski Amante, Aníbal (Forcada, por entonces “plomo”, actual músico de su banda), Conejo y yo. Cuando venía Pity, Aníbal iba en el camión.
–¿Cómo se hizo la convocatoria a los estudiantes?
–Inicialmente, a través de reportajes que yo hacía en diversos medios, como radio, televisión, algunas revistas, creo que se publicaron avisos en diarios con el teléfono de la agencia para las contrataciones. Una vez que se empezó a correr la pelota, cada vez aparecían más interesados. Y también apareció el nombre de la gira, a través de Oscar López (su productor discográfico), cuando supo que iba a ser por todo el país, que era una exigencia que yo le había puesto a Pity, la máxima cantidad de recitales posibles en todas las provincias. Me dijo que la gira se tenía que llamar “De Ushuaia a La Quiaca”, y al poco tiempo pusimos ese nombre en el camión que llevaba los equipos.
–Terminó siendo una gira extensísima.
–Duró casi tres años, desde 1980 hasta fines del ’82. Toqué en más de 600 lugares de todo el país, todo organizado por los estudiantes de quinto año. Había mucha rosca, mucha polenta. Habíamos sacado la cuenta que los kilómetros recorridos eran algo así como dos vueltas y media alrededor de la Tierra. En el medio de esa gira hice un show muy lindo en el Estadio Obras, con el escenario en el medio, que además tenía una parte que giraba. Yo cantaba ahí mientras daba vueltas, así toda la gente me podía ver. Tenía los micrófonos inalámbricos, fui el primero en usar ese sistema en la Argentina. Usaba uno para la guitarra y el otro en el atril de la armónica, que es lo que sigo haciendo en la actualidad. Y eso me sirvió para muchas cosas en el show, que no podría haber hecho sin ese sistema.
–Debía ser algo que causaba un gran impacto en el interior.
–La gente no entendía nada. Una cosa que hacíamos al final del show era llenar de humo el escenario –un humo muy denso–, bajábamos las luces y yo desaparecía del escenario, mientras tocaba Cuando me muera quiero. Cuando se volvían a encender las luces, la música seguía sonando pero yo ya no estaba. Me iba caminando tranquilo, golpeando la tapa de la guitarra y tocando un poco la armónica, y de repente aparecía en el superpullman, que en el interior lo llaman tertulia. La gente se volvía loca, yo veía desde arriba a los que estaban en la platea y miraban para todos lados, preguntándose “¿dónde está este tipo?”.
–¿Cómo seguía el show?
–Saludaba a toda la gente de la platea y tocaba un par de canciones lentas desde la tertulia, para no confundirme, porque el sonido tarda en llegar al escenario con los inalámbricos, generalmente eran El rey lloró y La Navidad de Luis. Después volvía y seguía con el show, pero esa parte que había en el medio era algo muy inolvidable para el público. Yo siempre buscaba qué quilombo podía hacer. En algunos lugares, como en Rosario en los carnavales, me daba el lujo de aparecer sentado sobre el techo del escenario, o de tirarme por un tobogán en una confitería de Río Cuarto; también tengo una foto tocando en una de esas sillas altas que son para los jueces de tenis. Y en los lugares donde no podía hacer demasiado quilombo, bajaba del escenario y cantaba El fantasma de Canterville junto con alguien del público; siempre inventaba algo.
–Otro efecto muy especial es el que aparece en La Rata Lali.
–Teníamos dos aparatos. Uno era el digital delay, que doblaba la voz, y también podía doblar la guitarra. El otro aparato era un harmonizer, al que se lo puede programar con una perilla para que te haga la nota que quieras. Eso se escucha en algunas canciones del disco: yo les cambio la melodía para que el aparato me haga una voz; suena como si yo mismo me estuviera haciendo una armonía, por ejemplo una tercera. Y después está el efecto que hacíamos en La Rata Lali, que es una octava arriba; entonces cantaba yo una parte de la canción y en otra parte Oski lo ponía una octava arriba y aparecía la voz de la Rata. Y al final la gente se a lucinaba, porque cantábamos los dos juntos, salía por un canal mi voz normal y por otro mi voz con el harmonizer. Era muy divertido.
–Un show de muy alta tecnología para ese momento.
–Totalmente, nunca se había hecho una cosa así. Otro adelanto técnico era el digital delay, que nos daba la posibilidad de hacer unas cámaras de eco muy piolas, y Oski ponía dos columnas de sonido en el fondo de la sala. Entonces mandaba las cámaras a esos parlantes de atrás y salía un sonido cuadrafónico. La gente no estaba acostumbrada, porque habitualmente el sonido viene sólo desde adelante, y empezaba a mirar para atrás. Yo en ningún momento explicaba cómo lo hacía, para que fuera una sensación más fuerte. Empezaron a aparecer artículos en las revistas, y el boca en boca nos fue llevando a hacer shows en todos lados.
–El rey lloró, de Litto Nebbia, es un tema que no está en ninguno de sus discos “oficiales”.
–Era un tema que yo cantaba con Los Moscos, mi grupo de Cañada Rosquín. Por supuesto es un homenaje a Litto y a Los Gatos, es un tema que me encanta. Una vez coincidí con Litto en Tucumán y la canté en vivo junto con él, era muy gracioso porque con el teclado Nebbia le ponía todos los silbidos y efectos que están en la grabación original de Los Gatos.
–Esa gira tuvo un efecto de bisagra en su carrera, su nombre comenzó a crecer muchísimo en el interior.
–Son esas combinaciones que se dan a veces. Como te decía antes, había llegado del exilio y coincidió con el afloje de la dictadura militar, y yo era uno de los pocos que venía haciendo música contestataria. La gente sabía que había estado en cana en Córdoba, en Comodoro Rivadavia, que estaba prohibido en radio y TV, que me habían citado en el Primer Cuerpo de Ejército. Y estaban enfervorizados, porque ya se respiraba el advenimiento de la democracia. Cada vez venía más público, y estábamos muy aceitados. Hacia el final de la gira, toqué en B.A.Rock (noviembre de 1982), con ese mismo esquema. Recuerdo que estaba muy gastado, había llegado a Buenos Aires de algún lugar del interior, me tiré debajo del escenario escuchando a Pappo y me quedé dormido.
–Poco después de eso, paró de tocar.
–Sí, paré de tocar hasta el año ’85. Fue una gira muy importante, pero muy extenuante. Tomábamos Keramic –que eran unas pastillas de anfetamina que tomaban los estudiantes para no dormir– y alcohol, y nos terminó fulminando la cabeza a varios, fue un desastre. Terminé internado en Puigari, para desintoxicarme.
–Fue como el cierre de una etapa.
–Exactamente. Nunca más toqué solo, quedé medio tocado con ese asunto. Ni ahora me animo a hacerlo, un par de veces que tuve que hacer presentaciones solo cuando fui a España, me agarró mucho pánico, la pasé mal. Se ve que quedé hipersensibilizado con el asunto de tocar solo. A partir de ahí viene lo que fue la grabación de De Ushuaia a La Quiaca, y más adelante armé la banda de música folklórica. De manera que esta cinta que ahora se edita queda como un testimonio de un momento bastante único en mi carrera.

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