ESPECTáCULOS
› THE WHITE STRIPES EN LA TRIPLE FRONTERA
Una batería, una guitarra y una experiencia inolvidable
El dúo estadounidense, que esta noche promete fiesta noise en el Luna Park, protagonizó un curioso encuentro en un escenario pequeño, ante un público de múltiples lenguajes. El grupo, una revelación de la escena del nuevo siglo, no cobró cachet por el show.
› Por Yumber Vera Rojas
Increíble como calificativo no está exento de la hipérbole. Su connotación se desarraigó de la esencia de su contenido, y la perversión de su uso se aplicó en la descripción de lo mínimo y lo corriente. No obstante, la primera presentación de The White Stripes en la Argentina encaja idóneamente en la situación inicial de lo asombroso. Las palabras, los adjetivos y el castellano en su verborrea más pura escapan en ocasiones anormales de lo indescriptible. ¿Se podrá ilustrar con palabras una descarga eléctrica? Seguro, pero la inexactitud acerca de las sensaciones experimentadas rodeará su explicación. Sólo servirán las metáforas. Es inconcebible que una guitarra y una batería puedan generar semejante revuelta sonora, pese al antecedente de Jon Spencer Blues Explosion y los nuevos manifiestos en pro de la desacreditación del bajo como instrumento eficiente dentro del rock. La performance de Jack y Meg White, los productores de este inexplicable episodio, se aproxima a lo ya expuesto por la mediatización, no obstante su conexión con el amplificador es superior a sus discos. Ante el escepticismo, habrá que acudir a Santo Tomás de Aquino para resolver tan complicada ecuación: “Ver para creer”.
Lo inconcebible provocó que la Triple Frontera, el remoto hito donde los servicios de inteligencia estadounidenses aseguran que se preparan los terroristas, sirviera de escenario para el primero de los dos recitales de The White Stripes en el país. Tras la inquietud de la dupla originaria de la inhóspita ciudad de Detroit por tocar en cualquier paraje exótico de la Argentina antes de su show de hoy en el Luna Park, la fábula de los hermanitos White alcanzó su realización en la ciudad de Puerto Iguazú por sugerencia de la propia productora del evento, que inicialmente había ofrecido cualquier paraje de Ushuaia a La Quiaca para el cumplimiento de su capricho. Finalmente, la productora sugirió, debido al cambio de estación y la hostilidad del frío, un sitio subtropical. La banda, que no cobró cachet por esta presentación, arribó al Sheraton de Cataratas junto a su equipo de 10 personas el propio jueves, luego de haber disfrutado del folklórico asado el miércoles en la noche en Buenos Aires.
Pero la ciudad, cuyo último espectáculo sobresaliente ocurrió con Mercedes Sosa en julio del año pasado, y que seguramente en mucho tiempo o quizá nunca jamás volverá a ver a una agrupación top estadounidense, ni siquiera se sobresaltaba ante tal acontecimiento. Daba la sensación de que lo desestimaran como otra locura de turistas extranjeros y una entrada plus a su economía. En cambio, esperan con ansia los espectáculos de folklore que se realizarán dentro de un par de meses. Pueblo grande, infierno chico, Puerto Iguazú posiblemente es una de las ciudades más costosas de la Argentina. Enfocada exclusivamente hacia el turismo, los precios de transporte y hasta de goce son inconcebibles. Un remís a las Cataratas cuesta 30 pesos sólo la ida, mientras que la cerveza en un boliche puede llegar a los 5 pesos y un combinado de bebida energizante y vodka a los 5 dólares. De 100 mil habitantes, sus calles irregulares, pintadas por el rojo ladrillo, albergaban desde la tarde, entre birras y porro, a un puñado de brasileños que al final hicieron de locales durante el recital (el precio de la entrada fue de los 32 pesos a los 50).
Concebido en La Reserva, que al final de cuentas no era una reserva ecológica, como se suponía, sino el nombre de un boliche que rinde loas mediante su denominación al status iguazeño, mientras caía la tarde The White Stripes asistió a la prueba de sonido. Basada principalmente en covers, los White tocaron incluso una versión de The Seeker, de The Who, que finalmente no formó parte de su recital. Entre los pocos curiosos que pudieron presenciarla se encontraba Nicolás Pauls. También con la llegada de la noche hacía su entrada el frío selvático, y Boca ya ganaba 2 a 0 al Junior de Barranquilla. En los locales de comida rápida copyright Iguazú, puestos casi a la intemperie y ubicados en las veredas de las calles, entre sandwichs de milanesa y cervezas envueltas en telgopor, los criollos celebraban el triunfo bostero e ignoraban las camadas que a cuentagotas se acercaban desde el Centro al lugar del concierto, unas 10 cuadras envueltas en neblina.
A las 21, el sitio del evento, ubicado en el noroeste de la ciudad, frente al hito argentino en la Triple Frontera y con vista hacia el límite con Brasil, Jack y Meg bajaban de la combi que los empujaba desde el hotel. El primero, llevando la galera que distingue su flamante estampa, entró rápidamente, secundada por Meg, quien recién descendía del vehículo con una abultada campera invernal que sobresalía entre su indumentaria. Mientras ingresaba al recinto por la puerta de atrás, los patovicas arremetían a gritos contra el público que inadvertido tropezó contra la situación. Luego de bordear el vehículo y las amenazas, una suerte de puentecito colgante permitía el tránsito hacia la fachada de madera. La policía local era la que daba la bienvenida no sin antes un minucioso cacheo: los que pagaron por entrar, durante su acceso a La Reserva vieron cómo en la puerta se quedaban, sin derecho a réplica, con su boleto, lo que pudo ser un souvenir histórico e invaluable.
Una vez en la locación, y tras dejar atrás una pista de baile, el patio trasero, al descubierto, sirvió de escenario, dibujado por una tarima de seis metros por cuatro, un techo de lona medio azul y medio naranja, colocado en forma de choza. El minimalismo de equipos y parafernalia era el principal protagonista de la escenografía, donde también participó, antes y luego del show, el equipo técnico de la banda, vestido de traje y sombrero en forma de Peter Pan negros, corbata roja y anteojos. Al mejor estilo mod o a lo Elvis Costello, los plomos y técnicos de sonido trabajaron de forma eficiente, cual soldados de esta campaña admirable que lleva a cabo The White Stripes en la revelación del blues mediante el garaje. Estos deambulaban entre lo que podría ser una rara Torre de Babel, con el brasileño como idioma fuerte, inglés y alemán en rivalidad, italiano de fondo y paradójicamente con el español como invitado de la ceremonia.
Del total de 600 personas que asistieron al recital, constituida en un 90 por ciento por brasileños provenientes de Curitiba, Foz do Iguazu y otras localidades del estado de Paraná, la delegación nacional se dividía entre gente de Posadas, Córdoba y Buenos Aires. Entre los pocos porteños se encontraba Javier, un veterano de 56 años que presenció a Led Zeppelin en el Festival de Newport y a los White Stripes en Nueva York en sus inicios. La cortina sonora del mientras comenzaba el show recreaba un poderoso set de garaje, rock and roll y rhythm and blues, que dejó colar a AC/DC y un cover raro del hit de Little Richard Good Golly Miss Molly. A las 22 puntuales subió el dúo, Meg vestida de pantalón rojo y remera blanca y Jack con su look de charro dantesco, portando unos pantalones al mejor estilo tradicional mexicano y saco corto negros, y camisa blanca, llevando su sombrero hasta la mitad de los ojos, pintados con una sombra que le daba un carácter fantasmagórico debido a su blanca tez, y dejando lucir sus bigotes cortos y chivita.
Su repertorio debutó con el maravilloso y dramático Dead Leaves and the Dirty Ground. Desde el vamos, The White Stripes derramó sones de angustia y rabia. Lo inconcebible era un hecho: guitarra y batería producían una carga de ruidismo anómala, donde no importaba qué estuvieran ejecutando. El dúo en sí ya era un espectáculo aparte y las canciones otro. Esa composición minimalista y primitiva se desprendía del garaje e indie rock que los calificó para evolucionar hacia la esencia misma del blues. La ejecución versátil de la guitarra evocaba las mañas del legendario Robert Johnson. No se podía creer que pudiera tocar tantos acordes en conjunto, lo mismo Jack, hiperkinético a ratos. Cuando la volatilidad no tenía razón de ser, justo en ese instante él la hacía efectiva y real. Y es que la intimidad, una suerte de comunicación codificada, era la que mantenía el guitarrista y vocalista con la baterista. I Think I Smell a Rat, con ese sabor hispano, era la confirmación de ello. Ella lo miraba con cariño y se reía de una manera espeluznante, como hipnotizada y fuera del escenario. Al mismo tiempo, él la retaba mientras tocaba la guitarra y presumía del control. Era un concierto para ellos dos.
Por momentos, la mutación que sufría la banda los llevaba de The Who al tono blusero de Robert Plant en Since I’ve Been Loving You. Y, porque la ocasión lo ameritaba, de a ratos se detenía y entraba en comunicación con el público. Solo bastó decir para dejar registrado un testimonio: “Hola, soy Jack y ella mi hermana mayor Meg. Somos The White Stripes”. Quienes alguna vez fueron esposos y hoy dan vida a esta bestialidad musical no dejaron espacio sino para la fuente madre del rock. Tras hora y media, el grupo volvió rápidamente al hotel y el resto regresó a ser lo fue antes del concierto. Sin dejar parpadeo para transpirar semejante performance, en La Reserva se prendieron el jolgorio, la chabacanería, el axé y se prendió también una vulgar versión house del Seven Nation Army. Era la confirmación: The White Stripes ya se había ido.
Subnotas