ESPECTáCULOS
› “EL DESCANSO”, DE ROSELL, MORENO Y TAMBORNINO
Una metáfora de la Argentina
La película dirigida por tres egresados de las primeras “Historias breves” refleja un país en donde todo es un botín a repartir. “La habitación del pánico” pone en escena un miedo clásico: la intrusión al santuario familiar.
› Por Luciano Monteagudo
“Todos tenemos derecho a morder un poco”, reflexiona como al pasar uno de los personajes de El descanso. Y esa frase, dicha con la naturalidad que se desprende de un hecho consumado, viene a resumir el espíritu que anima a la colorida fauna nativa que habita en el largometraje escrito y dirigido a seis manos por Ulises Rosell, Rodrigo Moreno y Andrés Tambornino, una fraternidad nacida al calor de las primeras y legendarias Historias breves. Premiado en la edición del Festival de Buenos Aires del año pasado (lo que le permitió luego presentarse en la Mostra de Venecia), El descanso arranca como una road movie, con dos amigos atravesando las rutas argentinas a bordo de un trajinado Toyota Celica. Pero a poco de andar, durante la secuencia inicial, Freddy (Juan Ignacio Machado) y Oswald (Fernando Miasnik) chocan –literalmente– con un signo de los tiempos: un enorme cartel vacío, que habla de una prosperidad que, si alguna vez fue tal, hace tiempo que se la llevó el viento.
Freddy y Oswald no tardan en descubrir que esa parada a la que los obliga el destino les reserva otras sorpresas. Con el auto fuera de combate, no les queda más remedio que refugiarse en el pueblo más cercano, donde se enteran de la existencia de un viejo, imponente hotel termal, que parece abandonado. Mientras el bueno de Osvaldito se dedica a dormir, el pujante Freddy no le da tregua a su imaginación. Y la pone en marcha. A la mañana compra a precio de remate la vajilla inglesa con monograma del hotel, llamado precisamente “El descanso”. A la noche ya se instala allí, como si fuera suyo. Y a la mañana siguiente, sin pedirle permiso a nadie, inicia con la ayuda de algunos perplejos locales, las pocas refacciones que harán de esa ruina un complejo turístico. Freddy llama a eso “progreso”. Total, lo único que le hace falta es conseguir “un documento, alguna firma”.
Hay algo muy argentino en El descanso que no tiene que ver sólo con el habla de sus personajes, muy bien observada y registrada. Sin caer necesariamente en el estereotipo, estos personajes son –como sucedió en su momento con el cine del italiano Dino Risi– muy representativos de esa lacra llamada “ser nacional”. Freddy, por caso, es el típico emprendedor porteño, uno de esos caraduras que siempre van un paso adelante, no importa a quién dejen atrás. Su antagonista es el doctor McDonell (Raul Urtizberea), un abogado chanta, lleno de labia y de mañas, que ha hecho del pueblo y de “El descanso” su feudo particular. Detrás de uno y otro, se encolumnan todo tipo de figuras de distinto pelaje, lo suficientemente excéntricas como para que la película no se convierta en una mera radiografía social (es particularmente divertido el “divulgador social” que compone José Palomino Cortez, con una verba que parece la de un locutor radial de los años ‘40). Bandos en pugna, apropiaciones ilegales, fronteras difusas, chicanas y arreglos bajo la mesa: todo forma parte en El descanso de un paisaje tan folklórico y familiar como ese remate en el que se liquida desde el cuero de una oveja hasta la vajilla ajena. La frase que pronuncia en un momento, sorpresivamente, Urtizberea para zanjar una disputa (“Este viejo adversario hoy despide a un amigo”) remite a su vez al rancio contubernio argentino, que nunca ha dejado de tener vigencia. Es una pena que el ritmo inicial, la gracia de los diálogos, la sólida homogeneidad de la primera hora de película se vayan diluyendo hacia el final, con la fantasmagórica aparición del verdadero dueño del hotel. La metáfora, sin embargo, sigue funcionando: el país como un melancólico botín al que nadie le da descanso.
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