Jue 30.05.2002

ESPECTáCULOS • SUBNOTA

No apta para... claustrofóbicos

› Por Luciano Monteagudo

“No va a poder encontrar nada siquiera remotamente parecido”, presiona el agente inmobiliario frente a las dudas de su cliente, Meg Altman (Jodie Foster). Y el inmenso caserón del Upper West Side parece darle la razón. Ubicada en la zona más costosa y elegante de Nueva York, la propiedad data de 1874, pero sus inmensas plantas fueron remodeladas a nuevo, hasta convertirla en un triplex de lujo, con infinidad de habitaciones y hasta seis hogares a leños. Parece demasiado sólo para Mrs. Altman y su hija adolescente (Kristen Stewart), pero sucede que su marido millonario la acaba de dejar por una modelo y ella quiere que el divorcio le duela, y mucho. Por el mismo precio, además, la casa viene con un plus: una habitación secreta, completamente blindada, provista de todo lo necesario para sobrevivir allí dentro durante días si es necesario, en caso de una intrusión o un ataque exterior. “Como el alcázar de las fortalezas medievales”, ilustra el sofisticado vendedor. Lo que no sospecha ni remotamente la señora Altman es que va a necesitar ese búnker la primera noche que ella y su hija pasen en la casa.
El director David Fincher primero llamó la atención con Alien 3, pero se hizo notar en serio a partir de Seven, un thriller que descansaba más sobre sus golpes de efecto sobrenaturales que sobre sus hipotéticas innovaciones. Las películas posteriores de Fincher (El club de la pelea, The Game) demostraron que su cine era menos personal de lo que podía suponerse y ahora La habitación del pánico viene a confirmar esa presunción. No es que se trate de un mal film. Más bien lo contrario. Pero se diría que sus méritos le corresponden más al guionista David Koepp que al propio Fincher. Colaborador habitual de Brian De Palma (Carlito’s Way, Misión: imposible, Ojos de serpiente) y escriba eventual de superproducciones de Hollywood (Jurassic Park, la actual Hombre araña), Koepp construyó aquí un huis-clos si no sartreano al menos cinéfilo. Sus citas parecen abarcar un espectro tan amplio como el que va desde uno de los primeros films de David W. Griffith, The Lonely Villa (1909), donde ya había unas mujeres atrapadas en su propia casa, intentando pedir ayuda por un precario teléfono, hasta el clásico La ventana indiscreta (1954), de Hitchcock, pasando por El tesoro de la Sierra Madre (1948), de John Huston, donde la ambición desmedida era la puerta de entrada al fracaso.
Los antecedentes sin duda le quedan grandes a Panic Room, pero a pesar de todo hay que agradecerle a Koepp que –abrevando en fuentes propias del cine y no necesariamente de las consultoras de marketing– haya construido un guión ingenioso, capaz de mantener un suspenso sostenido a partir de un terror urbano muy arraigado: el miedo a la invasión de la propiedad privada. Ese desasosiego está potenciado aquí por el hecho de que aquello que quieren los intrusos –son tres y hay por lo menos dos que están dispuestos a todo– está justo en esa habitación fortificada, donde se refugian la señora Altman y su hija. A partir de allí, será una lucha de voluntades, entre quienes quieren entrar y quienes quieren escapar. No siempre todos están del mismo lado. Como si se tratara de un juego de damas, en algún momento los campos de los contendientes se cruzan y las posiciones quedan invertidas. La tecnología del panic room (provisto depantallas de circuito cerrado de TV) y las armas de los asaltantes tampoco son definitorias. Lo que vale finalmente es la estrategia para apoderarse del espacio del otro. La cámara desencadenada de Fincher, mientras tanto, va relevando topográficamente la casa hasta convertirla en un personaje más. Aparentemente libre, esa cámara sin embargo se revela tan prisionera del castillo como todos sus habitantes, haciendo de Panic Room un film no apto precisamente para claustrofóbicos.

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