ESPECTáCULOS
“Metrópolis”, el mundo de Fritz Lang en clave de animé japonés
Katsuhiro Otomo, director del mítico “Akira”, construye en este film un universo monumental, plena muestra de la enorme libertad del género.
› Por Horacio Bernades
Dentro del vasto mundo del cine de animación japonés –ese que se conoce con el nombre de animé– pueden distinguirse dos grandes campos, que guardan escasa relación entre sí. Uno es el de los productos de consumo infantil-adolescente, técnica elemental y proliferantes (muchas veces incomprensibles) cosmogonías fantástico-tecnológicas. Su territorio es la televisión y sus representantes más conocidos, Pokémon, Ranma 1/2 y Dragonball Z. El otro campo es el de los largometrajes para cine, que no se fijan ningún límite, ni en cuanto al público al que están dirigidos ni en términos de ambición artística y narrativa. Cuando en 1997 Princesa Mononoke, obra mayor del maestro Hayao Miyazaki, llegó a las salas de cine del mundo entero, el animé de arte empezó a entrar en Occidente por la puerta grande. En febrero pasado, mientras el nuevo opus de Miyazaki, Spirited Away, se consagraba en el Festival de Berlín, otro animé de grandes dimensiones se estrenaba en las capitales del mundo entero. Se trata de Metrópolis, que en la Argentina se conocerá en formato de video, a partir de la semana próxima y editada por el sello LK-Tel.
La historia de Metrópolis se remonta a 1949. En ese año, Osamu Tezuka, uno de los nombres mayores del manga (nombre que en Japón se les da a los comics), se inspiró en el clásico mudo de Fritz Lang para dar a luz a la historieta del mismo título, que también transcurría en un futuro indeterminado, en el seno de una sociedad dictatorial, hipertecnológica y estratificada. Medio siglo más tarde, Katsuhiro Otomo (autor y director de Akira, una de las cumbres del género) se unió al no menos prestigioso Rintaro (director de la celebradísima X) para crear Metrópolis, la película. Pletórica en tramas y subtramas, Metrópolis imagina un futuro en el que los robots están al servicio del hombre, en una ciudad-estado cuya estratificación espacial responde a la social. En la superficie, los ciudadanos de primera clase y la capa dirigente. En los subsuelos, la masa trabajadora, los robots y las máquinas.
Un grupo parapolicial de extrema derecha –los Marduk– mantiene el orden bajo el secreto comando del Duque Rojo, un empresario cuyo poder es igual o mayor que el del presidente. A la vez que un grupo de jóvenes revolucionarios decide tomar las armas (no faltan pintadas de sesgo marxista y hasta posters del Che), en el vértice del poder unos conspiran contra otros, manipulando eventualmente a la bienintencionada pero ingenua oposición de izquierda, que resultará cruelmente exterminada. Mientras tanto, el Duque Rojo ha encargado a un científico el diseño de una niña-robot (el otro gran “préstamo” tomado de la Metrópolis original), no se sabe si porque extraña a una hija fallecida o por alguna otra razón algo más maquiavélica. Esto despierta, a su vez, los celos de Rock, hijo adoptivo del Duque Rojo y líder de los Marduk, que es capaz de asesinar lo que se cruce en su camino.
Para completar el panorama, un detective (vestido con piloto y sombrero, al más puro estilo Philip Marlowe) y su sobrino también tienen lo suyo para aportar en este espeso caldo argumental, que le debe bastante a películas como Blade Runner y Terminator. Si la trama es compleja, qué decir del diseño, obra de un ejército de artesanos tan maniáticos como para pasarse meses enteros dibujando escenarios monumentales y detalles mínimos, pasarlos luego por la más sofisticada paleta de color, y mostrarlos finalmente sólo unos pocos segundos. No hay un solo fotograma de Metrópolis que no esté poblado por una profusión de formas, volúmenes, texturas, pátinas de color, grandes construcciones y rúbricas infinitesimales.
El efecto es apabullante (sobre todo en la reducida pantallita del televisor) y sirve para confirmar que no hay película de acción en vivo que pueda permitirse las libertades y vuelos imaginativos de la animación: construir sólo uno de los decorados de Metrópolis costaría tanto comofilmar Titanic de nuevo. Para ratificar que la superioridad no se limita a lo económico se recomienda ver el apocalipsis final, en el que un conjunto arquitectónico se parte en pedazos entre explosiones y el héroe y la heroína caen infinitamente al vacío en ralenti. Fin del mundo musicalizado por Ray Charles, que en la banda de sonido canta una de sus baladas clásicas, en el más raro y audaz contrapunto que pueda imaginarse. Audacias que el cine industrial no suele permitirse.