Jue 20.06.2002

ESPECTáCULOS  › “HERENCIA” OPERA PRIMA DE PAULA HERNANDEZ, CON RITA CORTESE

Todo un mundo alrededor de Olinda

A la manera de tiras de TV como “Gasoleros”, “Campeones” o “Son amores”, no hay más tensiones en “Herencia” que las del corazón, pero la directora debutante es capaz de escaparle a los estereotipos. No es el caso de “La suma de todos los miedos”, donde el héroe vuelve a ser indestructible.

› Por Horacio Bernades

Si fuera un partido del Mundial, Herencia sería un empate clavado. La debutante Paula Hernández sabe qué es lo que quiere contar, lo hace con delicadeza y sensibilidad, y no hay un solo rubro que registre una nota falsa, desde las actuaciones hasta la dirección de arte, música y fotografía. Pero también es cierto que el barrio de Herencia y sus habitantes parecerían eternamente suspendidos en una burbuja de bondad, calidez y buenos sentimientos, libres del más mínimo roce con la realidad. Cualquier relación entre este mundo y el país real es pura coincidencia.
En momentos en que los jóvenes emigran en masa, la opera prima de Paula Hernández (32 años, con estudios en la Universidad del Cine que dirige Manuel Antin) habla de temas caros a la Argentina de preguerra, como la inmigración, la pérdida de raíces, la nostalgia por la tierra natal. Y los afectos, claro. La sesentona Olinda (una inmejorable Rita Cortese) llegó de Italia después de la guerra, tuvo un amor y lo perdió, por lo cual ahora es una mujer endurecida, que se hizo a sí misma y parece no necesitar de nadie para llevar adelante sus asuntos. Dueña de un boliche que hace esquina en algún barrio indeterminado pero prototípico, el hecho de que esté pensando en vender el local que lleva su nombre (llamativo parentesco con el personaje de Ricardo Darín en El hijo de la novia, quien también vive en una burbuja fuera de la realidad) revela una insatisfacción que ella se empeña en mantener ahogada. Pero aflora en su malhumor, su furia italiana, sus desproporcionados enojos, y en una intimidad hecha de fotos viejas y añoradas. Es así como conoce a Peter (Adrian Witzke), un muchacho alemán que bajó hasta Buenos Aires en busca de una chica de la que se enamoró, pero con la que hace como un año perdió todo contacto. Un plato sobre la cabeza –que iba dirigido a uno de sus empleados– es lo primero que Peter recibe de Olinda. De allí en más, ambos descubrirán que son más las cosas que los unen que las que los separan.
El mundo de Herencia es básicamente el mismo que el de las tiras televisivas estilo “Gasoleros”, “Campeones” o “Son amores”, y de hecho casi todos los miembros de su elenco pasaron en algún momento por ellas. No extraña que en algún momento se mencionara el interés de Adrián Suar en aportar a la posproducción de la película. En los antípodas exactos de la parrillita-olla a presión de Bolivia, el espacio del boliche tiene cierta cualidad uterina, con su dueña-matrona, el hombre mayor que la quiere pero no se anima a decírselo, sus empleados algo díscolos pero queribles (sobre todo el malogrado Héctor Anglada, magnífico una vez más como ayudante de cocina respondón) y sus parroquianos entre típicos y coloridos, incluyendo a una pareja joven y una florista new age. No hay más tensiones que las del corazón, tanto por lo que no se dicen Olinda y el galán maduro Federico (Martín Adjemian) como por lo que se atraen, más por imposición del guión que por una verdadera necesidad dramática, el azorado Peter y la bonita Luz, a quien la morocha Julieta Díaz refleja, como de costumbre, con la mayor justeza. Todos confluirán, inevitablemente, en una fiesta de despedida, teñida de melancolía. Pero allí se ratifica que, en ese mundo, el amor es más fuerte. No se le puede reprochar a la realizadora y guionista el menor golpe bajo, ni aun cuando la cosa crece en emotividad, y por otra parte esa proximidad de la película con cierto naturalismo televisivo nunca va más allá de la contigüidad: aquí no se cae en el estereotipo, no se fuerza la identificación del espectador y, si es verdad que el folklore barrial no se subvierte, tampoco alcanza jamás el límite de la autocaricatura. Aunque trabaje sobre un territorio tan conocido como codificado, Herencia lo hace con la máxima sobriedad y recursos nobles, cuidando encuadres, tonos y colores, y sin ceder al menor énfasis. En una palabra, una irreprochable película convencional. Un empate clavado.

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