Jue 10.01.2002

ESPECTáCULOS

Un plato delicado de la alta cocina de Hollywood

Por Horacio Bernades

No conforme con haber nacido en el hogar equivocado, Beverly D’Onofrio comete, casi al mismo tiempo, dos errores garrafales, de los que le costará horrores reponerse: elige al compañero incorrecto y no tiene la precaución de adoptar alguna previsión que la prevenga de ser mamá, cuando es casi una niña. A partir de ese instante fatal, Beverly deberá posponer todos sus deseos: ir a la universidad, dedicarse a escribir, y hacer todo eso lejos del hogar. En nueve de cada diez películas producidas en Hollywood, esta historia habría incurrido en todos los clisés conocidos: santificación de la protagonista, demonización de quienes la rodean, heroica obstinación de la muchacha para cumplir sus sueños, triunfo final contra todo lo que se le opone. Por suerte, esta parece ser esa décima e improbable ocasión en la que nada de ello ocurre. En lugar de una vida ejemplar, hay aquí una(s) vida(s) cual(es)quiera. Algo que -paradójicamente– no es nada común en cine.
Los chicos de mi vida (único clisé de la película, su título en castellano, formulaica traducción del original Riding in cars with boys, “Andando en autos con chicos”) se basa en las memorias de la propia D’Onofrio y recorre veintipico de años de su vida, desde que es una adolescente a mediados de los ‘60 hasta que la sorprende la madurez. Los 26 años reales de una aquí morocha Drew Barrymore se estiran sin mayor dificultad entre los quince y los treinta y pico del personaje. También se elonga fluidamente su registro de actriz, entre la ingenua picardía adolescente y la pérdida de la inocencia, propia de la adultez. En los fragmentos que tienen lugar en los años ‘80 (que se alternan en continuo ir y venir con los de los ‘60), Barrymore se calza, sin esfuerzo, una máscara seca y mandona, manipulando sin concesiones a su hijo Jason, principal sospechoso de todos sus pesares.
No se esperen excesos melodramáticos sino un delicado balance en Los chicos de mi vida, como bien lo expresa esa escena en la que la mamá–niña se echa a rodar por las escaleras de la casa, intenta abortar y fracasando sistemáticamente, mientras sus padres miran la tele en el living y no se enteran de nada. En esa escena que es a un tiempo sórdida y desternillante, trágica y encantadora, queda claro que dos son las heroínas de la película. Una es Barrymore, definitivamente crecida con respecto a aquella nena de E.T. y ya sin necesidad de borrar su pasado de talento precoz con exceso de pastillas y alcohol. La otra heroína de Los chicos de mi vida se llama Penny Marshall y está detrás de cámaras. Aunque no todo lo que hizo sea recordable, Marshall se confirma como dueña de una sensibilidad y dominio del medio tono, que le dieran realce no sólo a Quisiera ser grande –su film más famoso– sino también a una película como Un equipo muy especial, donde no dejaba de asomar esa cálida, desprejuiciada empatía con sus personajes.
Con un padre policía y reaccionario, una mamá italiana que se desmaya al enterarse de que la nena ya no es virgen y un marido bueno–para–nada, todo estaba servido para uno de esos platos en blanco y negro en los quese especializa la alta cocina hollywoodense. Utilizando el equilibrado guión de Morgan Upton Ward como fondo de cocción, el plan Marshall consiste en no dar jamás un juicio definitivo y condenatorio sobre sus personajes. Papá D’Onofrio podrá resultar siniestro cuando, en pleno casamiento, lanza una espantosa diatriba en contra de su hija embarazada, así como Ray, marido–poco–seso, hará una macana detrás de otra. Pero Marshall les deja siempre a mano un rescoldo de calidez que los humaniza. Obviamente, tener a James Woods en el papel de papá D’Onofrio, a Lorraine Bracco como la mamá y sobre todo, en el papel de Ray, al menos conocido pero magnífico Steve Zahn, facilita las cosas. Sin embargo, sin una mano sensible detrás, todos ellos hubieran reforzado el abultado catálogo de Grandes Desperdicios Hollywoodenses. Como la propia película, una de esas pequeñas y bonitas sorpresas en las que la Fábrica de Sueños ya no suele especializarse.

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