Sáb 12.01.2002

ESPECTáCULOS

Los pros y los contras de ser la peluquera más linda del pueblo

“Dime que no es cierto” ratifica el estilo de los hermanos Farrelly, quienes más allá de los prejuicios no se limitan al humor conformista.

Por Horacio Bernades

El humor no tiene que ser fino para ser bueno. De hecho, buena parte del mejor cine cómico contemporáneo tiende a ser crudo, directo, explícito. Grueso, por qué no. Lo cual no quiere decir que la chabacanería sea un mérito en sí misma: véase, sin ir más lejos, la recién estrenada American Pie 2 y se tendrá una buena prueba de ello. Bien utilizada, sin embargo, la guarangada puede ser no sólo efectiva sino además crítica, revulsiva y liberadora. Es algo que se sabe desde antiguo: ni Los cuentos de Canterbury, ni El Decamerón, ni las comedias de Plauto son obras finas, sutiles y de buen gusto. A pesar de ello, a nadie se le ocurriría discutir su lugar en la historia de la literatura con el mismo ardor con que se impugna a algunos creadores de cine cómico, hoy en día.
Caso prototípico, los hermanos Bobby y Peter Farrelly, autores de Loco por Mary e Irene, yo y mi otro yo. El consenso crítico les atribuye un único valor, no precisamente honorable: el ejercicio de un humor ramplón, chocante y desagradable, que según esas opiniones no tendría otra justificación que el mal gusto. La inminente edición, a cargo del sello Gativideo, de Dime que no es cierto (Say It Isn’t So), comedia que los ignominiosos hermanos no escribieron ni dirigieron pero sí produjeron (y que claramente lleva su sello) es buena ocasión para volver a poner en duda este consenso, revisando de paso nociones tan resbalosas como la del “buen gusto” y sus derivados.
Gilby es un chico huérfano y solitario, que vivió toda su vida en un pequeño pueblito y trabaja en la “perrera” local. Como la heroína de un novelón romántico, Gilby espera la llegada del amor de su vida. Hasta tanto ello ocurra, se mantendrá célibe. El flechazo no tarda en llegar, ya que, como las películas de los Farrelly anteriormente mencionadas, Dime que no es cierto –escrita por Peter Gaulke y Gerry Swallow y dirigida por James B. Rogers, todos gente de confianza de los hermanos– trafica con las formas y fórmulas de la comedia romántica. Ese flechazo no tiene mucho de original, en tanto la flechadora no es otra que Heather Graham, blonda bomba de Boogie Nights y Austin Powers.
El primer encuentro entre ambos es pura disfunción, una de las claves del mundo Farrelly. La chica es peluquera y, desde que llegó al pueblo, incrementó notablemente la concurrencia masculina al salón de corte y peinado. Dos cosas le sobran a Josephine. No se trata de las que el lector tal vez esté pensando sino de su atractivo sexual y su torpeza. Sumamente peligrosa esta última, para quien trabaja con un par de tijeras. Sus cortes consisten en mechones de pelo arrancado. En cuanto toma el cabello del pobre Gilbert, tironea y se enreda con él. Enseguida se distrae y practica una primera perforación en la mejilla del chico, antes de sobresaltarse del todo y cortarle un pedazo de oreja. El flechazo se produjo, pero se trató de un tijeretazo.
La mamá de Jo (Sally Field) es una tipa teñida, eternamente enfundada en horribles remeras floreadas y apretadísimas calzas amarillas. Víbora hecha y derecha, maltrata de forma espantosa a su marido y desprecia al nuevo pretendiente, demasiado modesto para sus ambiciones. Sobre todo, teniendo en cuenta que a la nena le arrastra el ala un ricachón que es poco menos que el dueño de un pueblito. En cuanto al marido de la pobre señora, se trata de un hemipléjico en silla de ruedas. Traqueotomizado, para más datos. Por lo cual habla a través de uno de esos amplificadores que ocupan el lugar de lo que alguna vez fue la tráquea, y que le dan a la voz humana un sonido metálico y distorsionado. Su encantadora esposa lo llama “R2D2”, en referencia al robot de La guerra de las galaxias.
Otro típico Farrelly touch, el disminuido es tratado sin falsa piedad. Además tiene un carácter pésimo. Todo lo cual, en lugar de disminuirlo lo pone a la par de cualquiera. Además, si hay un monstruo en la familia no es precisamente él sino su viperina esposa. Quien, en su ambición y arribismo, representa los valores de la “normalidad”. Si se piensa que en una de las primeras escenas aparece otra familia “normal”, cuya disfuncionalidad queda rápida y brutalmente expuesta, y que más tarde el pretendiente todopoderoso y los suyos se revelarán como una banda de tránsfugas de temer, se convendrá que el humor Farrelly no es precisamente complaciente, ni conformista, ni conservador, sino más bien todo lo contrario. Lo cual es signo de muy buen gusto, siempre y cuando logre evitarse el riesgo de hacerse encima de risa.

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