–En el disco Leguizamón-Castilla se incluye un tema tocado por el propio Leguizamón, El Rococo, que él introduce con uno de sus desopilantes monólogos.
–Además esos chistes que decía se trasladan a los dedos, a su forma de tocar. Y él, como todo gran músico, lo que consiguió es un sonido propio, que lo caracteriza, uno escucha ese piano dos segundos y no duda que es el Cuchi. Era su piano, su toque, ese juego con las octavas. Y sin embargo, ahí hay un enorme mundo de préstamos de otras músicas, pero nunca vas a dejar de escuchar un huayno, una zamba, una chacarera, esa especie de núcleo último, suponiendo que los géneros lo tuvieran, o ese espíritu que lo caracteriza. Eso siempre me gustó mucho del Cuchi: una especie de coqueteo con la cultura universal, y al mismo tiempo, una singularidad extraordinaria.
–Incorporaba esas influencias a su visión de la música.
–Sí, escuchaba mucha música, era un tipo informado, muy curioso, y nunca dejaba que lo que escuchaba lo intimidara, inmediatamente iba al piano y ya pensaba algo para su repertorio. Con ese agregado que él le ponía como salteño, decía “el Satie”, “el Monk”. Una vez, cuando Juan Falú organizaba un ciclo en el San Martín que se llamaba Maestros del alma, hizo un homenaje al Cuchi. Entonces, en el medio del concierto lleno de gente, Leguizamón le dice al oído a Juan: “¿Sabés que le he mostrado al Schoenberg una chacarera?”. Falú estaba atónito, no sabía si seguir hablando en secreto en el escenario delante de todo el mundo, entonces le dice: “¿Ah sí, y qué le pareció?”. Y el Cuchi le contesta: “No le ha gustado un carajo” (risas).
–En El Rococo también se ve cómo se inspiraba en los sonidos de la naturaleza, algo muy propio de la música folklórica.
–Sí, él tenía esa idea, de que la naturaleza le había donado al folklore todos los ritmos. Y yo creo que hay que ir a buscar ahí, siempre me estimuló mucho ese pensamiento del Cuchi. El era un filósofo de los sonidos.