LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Patricia Nigro invita a pensar sobre el uso y el abuso del celular en la sociedad actual.
› Por Patricia Nigro *
El “celular” (llamado así en Hispanoamérica y en Estados Unidos) o el “móvil” (como dicen los españoles o los ingleses) se ha vuelto parte inseparable de nuestra anatomía. ¿Cómo se vivía antes de que estos aparatitos aparecieran en nuestras vidas? Probablemente, más tranquilos, con menos interrupciones, menos estrés y, también, con la lucha que significaba hablar por un teléfono público.
Hoy en día es imposible conseguir un teléfono celular, a los que el especialista Roberto Igarza llama “la cuarta pantalla”, que sólo funcione como teléfono. Los vendedores mirarán con enorme sorpresa al cliente que les pidiera un teléfono que fuera sólo eso: un teléfono. Que no fuera radio, mp3, despertador, reloj, cronómetro, cámara de fotos, de video, que no sirva para navegar por Internet ni que permita usar el correo electrónico o mandar mensajes de texto.
¿Cuánto tiempo se tarda en conseguir un teléfono, cuyo timbre de llamada (perdón, debo decir ringtone para estar al día) sea sólo un “ring” como cualquier teléfono sonaba antes? Y no la inverosímil lista de canciones, chistes, ruidos, bromas, con que, en trenes y colectivos, nos despiertan de nuestras meditaciones las llamadas de los prójimos. En un texto reciente, Néstor García Canclini recuerda el “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj” de Cortázar y señala unas comparaciones asombrosas. El reloj a cuerda (objeto prácticamente desaparecido) necesitaba que se le “diera cuerda” todos los días para que funcionara. Es necesario recargar fielmente la batería del celular porque de lo contrario cesará su labor comunicativa. Al reloj de cuerda se lo llevaba siempre en la muñeca (“me olvidé el reloj” podría ser hoy el equivalente de “me olvidé el celular”, catástrofe que significa que muchas personas regresen a sus casas a buscarlo).
Un colega me hacía notar que los chicos no llevan el celular en carteritas sujetas a sus cinturones, sino en sus mochilas o colgados del cuello o, simplemente, en el bolsillo. Con el reloj uno siempre tenía miedo a perderlo, a que se lo robaran, a que se rompiera, con el celular pasa lo mismo.
“Devuélvame, por favor, el chip”, le dijo una chica al ladrón que le tocó ese día. Y éste, con gentileza delictiva, se lo devolvió y se llevó sólo el aparato. Usar un celular rosa al estilo de las Barbies o de primera marca no es lo mismo que usar uno cualquiera; lo mismo pasa con los relojes. Un reloj de primera línea es un objeto suntuoso, uno comprado en la estación de trenes nos rebaja casi a la calidad de semihumanos.
Cuando se usaban los relojes pulsera, uno se fijaba siempre si estaba bien sincronizado. Ahora, la desesperación es atender rápido una llamada o contestar el último e intrascendente mensaje de texto. Tampoco hay que olvidar a aquellos que atienden el celular en el cine o en misa o a las mujeres que no lo encontramos en el fondo de nuestras carteras y que, cuando lo alcanzamos, ya ha dejado de sonar.
“Es como tener un chip en la cabeza, tus viejos siempre te encuentran”, decía un adolescente que empezaba a comprender que, como dice Cortázar, cuando te regalan un reloj para tu cumpleaños (o, en este caso, un celular), en realidad, es a tu persona a la que regalan para el cumpleaños del celular.
En una reciente publicidad televisiva, un niño juega con un ser vivo, un hamster regalado por sus padres. Habla a través de él como si fuera un teléfono. ¿Qué es mejor para un niño: una mascota o un teléfono? ¿Por qué los padres se lo compran, cuando aún no entró en la adolescencia y no sale solo? Y, además, esos mismos padres pagan la cuenta. ¿Con quién debe comunicarse con tanta urgencia una criatura?
“Todas mis amigas tienen uno”, decía una niña a su madre tratando de convencerla con la falacia de la generalización. Si todas lo tienen y yo no, soy menos que el resto. La madre no se dejó convencer. Cuando tengas llave de casa, salgas sola o con tus amigas, te voy a comprar uno por seguridad (que es la razón, por la cual los padres compramos celulares a nuestros adolescentes, pero no es la misma por la que ellos lo usan).
Celular, divino tesoro, diría el gran nicaragüense. Muchas cosas buenas nos das pero dejame que te use cuando te necesite, y que mi tiempo valga lo que vale y lo único que tengo: mi tiempo de vida.
* Docente de la Facultad de Comunicación, Universidad Austral.
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